Cuando veo que de forma natural, por consunción, cierran conventos (varios están a punto de apagar la luz) que pueden llevar entre nosotros casi ocho siglos, tengo la sensación de ser testigo de un mundo, una época o, por lo menos, una forma de entender la sociedad, que se acaba. El pasado diciembre se cerraron las puertas del convento de Santa Clara de Estella, y su reducida comunidad, llevando consigo una parte importante de la historia material de Estella, fue acogida por sus compañeras de Olite. No era el primer convento que se fundó en nuestra ciudad, pero atesoraba documentos que remiten a los francos que la fundaron. Después del municipal, era el archivo más importante. En este trabajo repasaré su historia, y veremos cómo la comunidad conventual reproducía las pautas de las sociedad de su tiempo, con sus tensiones, luchas de poder y esquemas sociales.
Santa Clara (16-07-1194 / 11-08-1253), que se consideraba una humilde planta del bienaventurado Padre Francisco, a los 16 años huyó de casa y fue al encuentro de il poverello d´Assisi, siendo recibida con antorchas encendidas.
Arrodillada ante la Virgen, renunció al mundo, calzó sandalias de madera, se cortó el cabello, cubrió su cabeza con un velo negro, y vistiendo un tosco sayal, que ciñó con un cordón del que colgaba un rosario, se recluyó en el monasterio de San Ángel de Panzo.
Con su pequeña comunidad, en la que se hallaban dos de sus tres hermanas (su madre se les unió al enviudar), se mudó al convento de San Damián, donde permaneció 41 años.
Clara fue la primera mujer que escribió una regla monástica, y creó la Segunda Orden Franciscana, confirmada por Inocencio III (1215), del que obtuvieron el privilegio de pobreza por el que se obligaban a no poseer rentas ni bienes, y vivir de lo que obtenían pidiendo casa por casa. Cuando el Papa les impide abandonar el claustro (1263), y, por tanto, mendigar, piden una regla más suave y abrazan la de Urbano IV.
La comunidad crece, y para el año 1228 ya están en el monasterio de Santa María de las Vírgenes de Pamplona (primer monasterio de clarisas de España), que a partir de ese año toma el nombre de Santa Engracia. Siglos después se traslada a Olite.
A Estella llegan en una fecha imprecisa. La mayoría de los cronistas de la Orden, basándose en que siempre se llamó Monasterio de Santa Clara (la santa no fue canonizada hasta 1255), participaban en las procesiones locales, y salían a pedir limosna por la ciudad, sitúan la fecha de su fundación entre 1255 y 1263.
Los PP. Arce, Gonzaga y Wadingo retrasan su fundación al año 1289, y José Goñi Gaztambide, en base a que no es citado en el Libro del Rediezmo de 1268 ni en los testamentos de Teobaldo II (1270) y de Semén García de Óriz (1284), considera que tuvo que fundarse con posterioridad a esta última fecha.
Pero el hecho de que cinco años más tarde (1289) Nicolás IV (ex general de la Orden de los Menores y primer Papa franciscano) emite una Bula autorizándoles a pedir limosna «para la fábrica de la iglesia de aquel Monasterio que de nuevo están construyendo» (la Iglesia suele ser la última tarea de las fundaciones, y suele realizarse después de varios años de vida en el lugar), apunta a que la fecha de su fundación está en el periodo 1255-1263.
Sobre el mecenas que lo fundó también hay dudas. Baltasar de Lezáun y Andía lo atribuye a la intercesión de la reina Isabel (1242-1271), esposa de Teobaldo II (1238-1270) e hija de San Luis rey de Francia.
No opinan lo mismo las monjas, según se lee en el reverso de uno de sus pergaminos: «Testamento de don Bernardo Montaner, fundador de este convento». Aunque lo más probable es que este rico caballero franco fuera el que costeó esa segunda fundación de la que hablan los cronistas y hace referencia la Bula.
En su testamento (1295), Montaner incluye varios legados para terminar las obras, encarga que su cuerpo sea enterrado en la iglesia conventual, y deja 28 sueldos anuales de renta a su hija Beatriz, religiosa en el monasterio.
Su nieta Francisca Montaner, esposa de Tibalt, completa la fundación levantando a su costa una casa para que vivan los Frailes Menores que de día y de noche ayudan a las Clarisas en los oficios divinos, y funda tres capellanías. Al igual que su abuelo, en el testamento (1332) establece que su cuerpo sea inhumado en la iglesia del convento.
Y el año 1330, Miguel Pérez de San Miguel, y Francesa, su mujer, deudos de Bernardo Montaner, compraron para ellas «la presa, huerto y parral y casa, que todo se entiende ser el cerrado y el hortete y corral de las gallinas».
La vinculación de las Clarisas de Estella con la monarquía navarra es profunda: el rey Luis Hutín (1305-1316) les hace merced de «un molino y soto de dos ruedas en el río Ega junto a San Benito». El infante Luis, hermano de Carlos II, les concede diez cahíces de trigo (1356) para que rogasen por la vida y salud del rey, y el año siguiente les da otros seis para que rezaran por la liberación del monarca. Carlos II las socorre con numerosas limosnas, les perdona las deudas que con él tenían, y obliga a los censeros al pago de lo debido.
A principios de 1369 encontramos estudiando en el monasterio a Juana, hija del rey, y otra Juana, hija del Infante Luis, Duque de Durazzo, e Isabel, hija del Infante Felipe, hermanos del rey. Les acompañan una maestra y una sirvienta, y permanecen, al menos, entre los años 1369-1371. Al año siguiente la abadesa reconoce haber recibido 200 libras y 15 sueldos prietos por la pensión de las princesas.
Blanca (1386-1440), hija de Carlos III, el año 1430 amplía y mejora el monasterio «con la magnificencia y grandeza que hoy tiene», donando a tal fin su palacio, que está contiguo.
Blanca y sus hermanas Juana y María son educadas en él, y el rey, para completar su formación, pide a Clemente VII que dos clarisas de Estella puedan salir de la clausura para enseñarles en palacio (1385).
Conseguida la autorización papal, el año 1390 encontramos a sor Balduyna Elías (hija de una importante familia estellesa de probable origen judío) y a otra monja, acompañadas por el P. Jimeno de Igúzquiza (O. F. M.), camino de Olite para ejercer de educadoras de las infantas y otras jóvenes de la Corte.
Al año siguiente, acompañadas del mismo fraile van camino de Monreal. Vuelven a Olite el año 1392, y el rey les concede cien sueldos fuertes para que puedan pasar las Navidades en su monasterio. En 1395 aún están en Olite.
A principios de 1382 el rey se vale de la mediación de sor Balduyna Elías para que llegue a Olite un famoso médico portugués, lo que avala su origen judío.
Blanca lo visita con frecuencia, se reserva una habitación para su uso, les confirma el derecho a usar el agua de la acequia para regar la huerta todos los jueves del año y, por su indicación, el Rey su padre les otorga importantes favores y les regala valiosas joyas: una cruz de cristal, una Virgen de marfil, una representación del Juicio, dos hostiarios, otras que no se especifican (nada de ello se conserva ahora), y un cáliz de plata sobredorada con los cuatro Evangelistas que en el siglo XVI pasó al monasterio de Santa Clara de Burgos y cuyo rastro se ha perdido. A partir de ese momento se considera Monasterio real, y sobre la puerta el rey coloca su escudo.
El favor real y las donaciones no las libran de la pobreza, que les acompañará durante toda la Edad Media. Así lo reconocen cuando al nombrar procurador para pedir limosna (1305), dicen ser «veinte y cuatro, todas encerradas, muy pobres, en manera que habernos mucho menester de las bonas gentes».
Y Carlos III, en su último testamento (1421), en atención a que no poseían rentas suficientes para mantenerse, las libera para siempre del pago de veinte sueldos anuales. Tres años más tarde les concede seis cahíces de trigo sobre la pecha de Erendazu, por cuyo patronato pleitean dos siglos y medio más tarde, reconociéndoles la Curia su derecho a nombrar abad por ser ellas el único patrón de la abadía.
Las luchas de banderías y la pérdida de la independencia del Reino crean tensiones internas. A principios de 1531, la comunidad denuncia al Consejo Real de Navarra que Águeda Vélaz de Eulate, por algún tiempo abadesa del convento, se fugó a Tudela con el dinero que había encontrado y numerosos y valiosos objetos de culto.
El Consejo (con dos monjas de Estella como procuradoras) interviene, y en el inventario de los bienes de la fugada (había fallecido a causa de la peste) constan 24 ducados de oro viejos y tres sueldos, una rastra de aljófar con 50 granos de oro, una piedra engastonada, al parecer, de oro, una rastra de corales, dos anillos de oro, un limpiadientes de plata, dos rastras de ámbar; una imagen de la Virgen engastonada en plata, dos dalmáticas y una casulla de terciopelo negro, un manto de Contray nuevo, siete toallas labradas con seda de grana y de otros colores, y numerosos objetos más.
Los testigos dicen que la guerra la había llevado a Tudela, donde ingresó en el monasterio de Santa Clara, llegando también a abadesa. Abandonado el monasterio, fija su residencia en una casa que según las denunciantes compró con el producto de la venta de alguno de los bienes robados, mientras que ella había afirmado que se la compró su hermano Juan López de Eulate, prior de San Juan de Jerusalén en Navarra, cuyo sepulcro vemos en la iglesia de San Miguel de Estella (ver en esta Web Périz de Estella). Los testigos ignoran si sus bienes fueron sacados del convento de Estella o del de Tudela.
«Monja singular -dice José Goñi Gaztambide- que huye a causa de la guerra y no vuelve al convento (...); que en el mundo conserva el hábito de religiosa, pero no el espíritu seráfico de la santa pobreza; que salta de un monasterio a otro y en ambos se las apaña para alzarse con el mando. El monasterio estellés, tan venerado en otros tiempos por la observancia regular, la pobreza y la clausura, ha venido a menos. El hecho de que dos monjas profesas salgan del convento y hagan de procuradoras en Tudela, sería bien significativo, si no lo fuera bastante el caso de la fugitiva Águeda Vélaz de Eulate».
Pronto sucederán hechos mucho más graves. Hacia 1539, Juana Varrón, por medio de una bula expedida por un Juez de Logroño, que ignora las Constituciones de la Orden, obtiene el nombramiento de abadesa perpetua, la dispensa de ser visitada por el Provincial, y de rendir cuenta de su administración.
Estos hechos dividen a la comunidad. La mayoría la acepta como abadesa legítima, pero once religiosas y otras monjas profesas, considerando subrepticio el documento, apelan ante Su Santidad y eligen a Maria Gil de Ázqueta como legítima abadesa.
Enfrentadas en dos grupos irreconciliables, cualquier pretexto basta para que estalle la crispación, abundando los insultos, las amenazas, y en cierta ocasión brilla un cuchillo que no da en el blanco.
Mientras una intenta separar a las que se pelean, dos monjas salen del monasterio dando voces y gritando ¡Justicia, justicia! Que nos matan. Acuden algunos hortelanos y encuentran por el suelo seis o siete monjas destocadas, maltratadas, y una con un dedo ensangrentado por haber sido mordido.
Una se esconde de puro miedo, y cuando su madre acude a interesarse por ella, se entera de que una monja había informado que aunque hubiese de dar el alma al diablo se lo había de pagar con sangre de su corazón.
A petición del Ayuntamiento acude el provincial de los Claustrales Reformados. No hay datos de su gestión, pero en 1545 Juana Varrón ya no estaba entre las monjas, las banderías habían desaparecido, y una nueva abadesa y una nueva vicaria, elegidas respectivamente del sector mayoritario y minoritario, están siendo obedecidas por las veinticuatro religiosas.
Siete años después tienen que salir en defensa de su honra ante la difusión en la ciudad de «ciertos libelos difamatorios» que contienen injurias contra la abadesa y las monjas, entre las que había hijas de las familias más principales de Estella y su tierra.
Se piensa que el autor es Alonso Lópiz, que andaba locamente enamorado de una de las monjas, la festejaba, le había hecho un hábito, y «le enviaba presentes de sardinas» y otros objetos.
Francisco de Santa Cruz, maestro de escuela de 24 años, en conversación privada se reconoce autor de las coplas. Ante el juez lo niega, pero él y Juan Fernández de Guevara son multados como autor y difusor del libelo.
Entre tanto, Fernando el Católico, deseando que todos los Superiores Mayores de Navarra dependan de Castilla, suprime la rama de los Conventuales y obliga a que los conventos navarros pasen a la Rama Observante y abandonen la dependencia de Aragón para pasar a depender de Burgos.
El provincial de Burgos (1567) envía monjas clarisas de su ciudad para encarrilar el monasterio estellés por los caminos de la observancia castellana, y a los pocos meses, cumplida su misión, las monjas regresan a Burgos llevando como obsequio el cáliz de plata sobredorada regalado por la reina Blanca.
La reforma debió ser efectiva y duradera, pues Fray Juan Bautista de Galarreta, comisionado para investigar la historia del monasterio, en su Relación (1685) lo elogia diciendo que si «la fama de su virtud, opinión de santidad, porte grave y religioso, abstracción de seglares y retiro, y las demás condiciones que hacen perfectísimo a un monasterio, en éste cabalmente se hallan, y a esta causa crece cada día más el anhelo en las personas más ilustres y virtuosas a entrar en convento tan religioso y tan santo para seguridad de sus almas».
Quizá por esas virtudes, en 1623, Jerónima, Catalina y Antonia de Goñi y Peralta, de 20, 17 y 13 años respectivamente, que a juzgar por sus apellidos son del linaje de Remiro de Goñi (1481-1554), Arcediano de la mesa de la catedral de Pamplona y fundador del hospital esa ciudad, y originarias de Salinas de Oro, a fin de recibir educación cristiana entran en el monasterio y permanecen en él hasta los 25 años.
Previamente, el Nuncio faculta a la abadesa a admitirlas a condición de que en el convento se habilite una zona para jóvenes seglares separada de la de las monjas. Además, las seglares no podrán llevar vestidos de seda ni joyas, se someterán a las leyes de la clausura y del locutorio, pagarán sus alimentos de trimestre en trimestre por adelantado, y si saliesen una vez del monasterio no podrían volver salvo para tomar el hábito.
El papa Bonifacio VIII les había eximido (1298) del pago de diezmos y primicias, que confirmaron tres obispos de Pamplona. Pero tan pronto las clarisas adquirieron fincas de cultivo, los cabildos parroquiales empezaron a reclamarles los diezmos. Tanto se ven presionadas, que el año 1495, renunciando a sus privilegios, aceptan pagarlos excepto los correspondientes a seis huertos, dos piezas y dos viñas.
Siguen aumentando el número de fincas que pagan diezmos al monasterio, y los cabildos de San Juan y San Pedro de Larrúa se los reclaman judicialmente. El canónigo que actuaba como juez conservador del monasterio (1536), y el Consejo Real de Navarra (1554), fallan a favor de las clarisas, lo que no detiene los pleitos.
Así, en 1587 el convento litigaba contra los citados cabildos, el clavero y beneficiados de Villatuerta, el monasterio de Irache, y el monasterio de la Santísima Trinidad extramuros de Burgos.
El juez apostólico dicta nueva sentencia (Burgos 1587) a favor de las monjas. Apelada, en 1590 el licenciado Ibero manda mantener a las monjas en la posesión de cobrar para sí todos los diezmos de todas las heredades que habían labrado y labrasen en adelante por sí, sus criados, inquilinos y renteros.
Las donaciones también ayudan a las finanzas del monasterio. Entre otras, el matrimonio Gomonsoro-Gárriz las deja herederas (1574) para ser enterrado en su iglesia. Aldara de Mauleón y su hijo Francisco, les deja catorce ducados, y el licenciado Lazcano y sus mujeres (?) Ana Núñez y María de Tejada donan veintidós ducados.
También reportan buenos dineros las que ingresan en el monasterio. Por ejemplo, María Marín de Irurozqui entra dotada con 250 ducados (1549), María Ximénez dona toda su hacienda (1597), las hermanas María y Ana de Eguía llevan a cada mil ducados, y María Ortiz de Bobadilla aporta una dote de 600 ducados (1614).
Con estos y otros ingresos, en 1616 el monasterio tenía 1.415 ducados de renta por censos, y recibía 57 robos de trigo cada año.
Pedro de Larrea, procurador de Graciana de Balaguer, en nombre de ésta firma (1617) un acuerdo para que sea acogida en el convento, junto a una criada, comprometiéndose a pagar setenta ducados anuales por sus alimentos -más los de la sirvienta- y entregarles a su muerte 500 ducados, tanto si fallece en él como si lo abandona.
Al conocer Graciana las cláusulas de la escritura, se siente engañada, la revoca, y se afinca en Pamplona, fundando en la parroquia de San Nicolás, donde es enterrada, una capellanía perpetua y unos aniversarios sobre 800 ducados. Las clarisas reclaman los 500 ducados, pero no los obtienen.
Hay tardanza en cobrar las dotes, por lo que pese a la aparente buena situación económica, exponen al rey (1604) que eran cuarenta las monjas y que el edificio «por ser casa tan antigua, está muy vieja y con peligro de caerse, si con brevedad no se repara, y por ser muy pobres, no tiene posibilidad para repararla», por lo que solicitan una limosna a cargo de las rentas de Navarra.
Trece testigos declaran. Los yeseros y carpinteros coinciden en que amenaza ruina, señalando que el maderamen es de haya; «que las más dellas están carcomidas y tienen necesidad cada año de reparallas porque no caigan»; y que no las cambian por maderas de pino por su mucha pobreza. El cirujano dice que, por carecer de enfermería, en el dormitorio duermen sanas y enfermas.
Y el Dr. Treviño señala que en el monasterio hay un cuarto muy derruido y viejo, al que llaman «el cuarto de la reina Blanca», donde debió morar algún tiempo. Ahora está tan viejo que no se puede habitar.
Los testimonios no sirven de nada: el fiscal alega que el monasterio no es de fundación real, y que las rentas reales están muy gastadas y empeñadas, por lo que Felipe III desestima ayudarles.
Cerrada esa puerta, el provisor de la diócesis de Pamplona les concede (1622) licencia para pedir por medio de un procurador de puerta en puerta en todo el obispado, y encarga a los rectores de las iglesias que les favorezcan con sus limosnas y animen a sus feligreses a mostrarse generosos.
Por aquellos años en el monasterio había 48 monjas profesas (años después la provincia eclesiástica puso un tope de 36), 2 novicias y 13 o 14 seglares, legas y criadas, que tenían que distribuirse en las 20 celdas que tenía el pequeño edificio.
Faltaban sillas en el coro; el refectorio era pequeño, oscuro y húmedo; reducida, oscura y humosa la cocina; e insuficientes la enfermería, la despensa y el capítulo. No podían utilizar el granero, pues para acceder a él los panaderos y molineros tenían que pasar por todo el convento.
Esta autoproclamada penuria no debía ser tal, pues contrasta con las obras que luego se relatan y con la función prestamista que realizaban, equivalente a la actual de los bancos y cajas.
Por ejemplo, Arizala tenía una deuda de doscientos ducados con el monasterio estellés, que aumentó a quinientos al comprar las clarisas (1633) la deuda que el pueblo tenía con un caballero de Ezcaray. Teniendo dificultades para cobrar el 5% de interés, el monasterio vende la deuda a un vecino de Zufía, con la condición de que sólo cobrará el 3%. Con el dinero en su poder, el monasterio lo presta a otra persona.
Todo el edificio debía ser renovado, sí, pero lo más urgente era levantar una tapia que cerrase la huerta (ver mi primer trabajo sobre Los Llanos), de siempre abierta, lo que facilitaba que de noche y de día los mozos acudieran a incordiar a las monjas, inquietarles dando voces, tocando músicas y diciendo palabras indecentes.
El mocerío acude hasta las verjas de las ventanas de las celdas, que abren con palos o espadas, procurando verlas y echando objetos. Las más afectadas son las enfermas, pues la enfermería está a pie llano. Para evitarlo, los superiores de la orden mandan cerrar la huerta con pared, y por dos veces las amenazan con la excomunión si no ejecutan la obra.
Acarrean materiales, abren zanjas, y, cuando comienzan a colocar los cimientos, el Ayuntamiento paraliza las obras aduciendo que la tapia quitaría la vista al paseo de Los Llanos, creando gran inconveniente «para el adorno de la ciudad, porque sirve de desenfadarse y pasearse y recrearse los vecinos y demás personas que llegan de fuera (...); a donde ordinariamente acuden los vecinos así para tratar y comunicar de negocios como para espaciarse», y si se levantara la pared sería una gran fealdad para Los Llanos porque quitará la vista desde el río a la ciudad y desde la ciudad al río.
Nunca se había permitido cerrar los huertos con tapias o árboles, y no se podía establecer un precedente autorizando el cerco a las clarisas.
Los alcaldes de la Corte, insensibles a los argumentos de la ciudad, mandan levantar la prohibición municipal, y autorizan la ejecución de la obra cargando las costas procesales al Ayuntamiento.
Terminada la tapia, por 4.970 ducados las monjas encargan (1636) a Juan de Larrañaga la construcción de la nueva iglesia (de estilo barroco desornamentado, tiene planta de cruz latina, cabecera recta, crucero cubierto por media naranja sobre pechinas, cuatro tramos en la nave -dos corresponden al coro-, que cubre con bóvedas de medio cañón con lunetos separados por fajones, y muros articulados por sencillas pilastras).
Muerto Juan, las termina su hijo Francisco, que también construye el pórtico (1654). Fallecido éste, cobra Catalina Arziáin, su viuda.
En 1678 Juan Barón, vecino de Pamplona, ajusta en mil ducados la construcción del retablo principal con su sagrario. Para poderlo dorar de inmediato, lo hace en abeto seco.
Juan Andrés de Armendáriz, pintor de Pamplona, se compromete a pintarlo, dorarlo y estofarlo en la medida en que le sean entregadas sus partes, aclarando que no se hace responsable del deterioro que puede sufrir en el traslado de Pamplona a Estella.
A Juan Ruiz, vecino de Madrid que circunstancialmente se hallaba en Pamplona, corresponden los bultos. Se ajustan en sesenta y siete reales de a ocho por bulto, a los que hay que sumar ocho por cada uno de los ángeles que adornan la Inmaculada.
La construcción de los retablos laterales se encarga a Vicente López Frías, vecino de Estella y uno de los mejores retablistas del XVII en Navarra (se deben, entre otras, las esculturas del retablo de Santa María la Redonda de Logroño, el pórtico de San Gregorio Ostiense de Sorlada, los relieves del retablo de la Virgen de Mendía de Arróniz, y las yeserías de la cúpula de la capilla de San Andrés de Estella), señalando una penalización por retraso en la entrega.
El dorado y estofado se encarga a Diego de Astiz, vecino de Estella, que, al hallarse ocupado en otras obras, cede la mitad a Francisco de Arteta. No lo entregan en el plazo acordado, y ambos se culpan mutuamente.
Interviene el Consejo Real (1703) obligándoles a entregar los retablos en el estado en que se hallan, y liquidándoles según tasarán los peritos. Éstos tasan en 12.371 reales lo ejecutado, y en 10.822 lo que falta, cuya ejecución se encargan a José García.
Mientras tanto, por 110 ducados se encarga un órgano (1697) a José de Mañeru y Jiménez, organero de Lerín, que en 1745 construye un órgano nuevo.
Terminada la iglesia, en 1786 se juntaron Vicente Arizu, vecino de Tafalla, Juan José Albéniz y su yerno Manuel Elexalde, vecinos de Estella, poniéndose de acuerdo para levantar el nuevo convento con arreglo a las trazas de José Olóriz, introduciendo algunos cambios referidos al refectorio y al rafe exterior (estaba previsto de madera y se hizo de ladrillo y taja). Treinta meses después terminan las obras, que son tasadas en 21.562 reales.
Todos lo alaban. El citado Fray Juan Bautista de Galarreta, dice (1685) que «es de los más bien acomodados de todo el reino de Navarra».
Y el P. Manuel Garay, cronista de los Franciscanos Observantes, elogia (1742) su «grandiosa iglesia, a la que dan gravedad dos coros, alto y baxo, muchos y preciosos retablos, y en los demás logrando el convento toda conveniencia religiosa en claustros, dormitorios y las restantes oficinas, para cuya conservación y asistencia de las religiosas tienen muchas y cuantiosas rentas y posesiones...».
La comunidad está bien considerada. Juan Bautista Iturralde, ministro de Hacienda de Felipe V, casado con Manuela Munárriz, natural de Alcalá de Henares pero de familia originaria de Tierra Estella, construye en Arizcun un monasterio, y el 16 de febrero de 1737 llegan a él las primeras clarisas, procedentes de Zarauz y Estella.
Con la llegada de las tropas napoleónicas la comunidad se ve obligada a abandonarlo (24 de septiembre de 1808) para que les sirva de alojamiento. Se trasladan al convento de Recoletas, donde permanecen hasta el primer día de diciembre del mismo año.
Con la marcha de los franceses la situación de las religiosas se agrava: las guerrillas requisan toda la plata que encuentran, y la ciudad les pone elevadas contribuciones para que contribuyan a costear los requerimientos de provisiones, contribuciones de guerra y multas.
Las monjas se ven forzadas a vender gran parte de la plata que conservan, quedando en una situación de necesidad que está a punto de obligarles a abandonar el monasterio.
No repuestas de esa contienda, en 1833 se inicia la 1ª Guerra Carlista. El monasterio se convierte en hospital de sangre, y la comunidad se aloja en el cercano monasterio de San Benito, donde permanecen hasta que al año siguiente este monasterio también es requisado para ser utilizado como hospital.
Al terminar la guerra el Gobierno les confisca todos los bienes (básicamente, 263 censos, con un capital de 1.685.539 reales, que producían un rédito anual de 50.871), y en compensación les asigna una modesta pensión de cuatro reales vellón por religiosa, que reciben con gran retraso. A falta de otros recursos, subsisten confeccionando vendas y otras prendas para los hospitales.
El Gobierno también prohíbe las profesiones religiosas, y aunque tolera las tomas de hábito, éstas no se dan entre los años 1832 y 1846. Este último año empiezan a llegar las primeras vocaciones, verdaderamente heroicas dada la extrema pobreza en que se encuentra el monasterio.
El 18 de agosto de 1873 los carlistas llegan a Estella y ponen cerco al convento de San Francisco (actual Ayuntamiento), donde se ha hecho fuerte la guarnición liberal. Para abatirlo colocan cañones en la Peña de los Castillos, el Andén, el palacio de los Duques de Granada de Ega, y la huerta del monasterio de Santa Clara, para lo que abren una tronera en la pared. De todos, es éste último el que más daño les hace.
Durante toda la guerra el monasterio funciona como Hospital Militar (primero liberal; después carlista), y las religiosas subsisten arrinconadas en un extremo del edificio.
De la contienda sale con grandes daños en cuanto a fábrica, personal y recursos. Acuciadas por la penuria, se ven obligadas a desprenderse de algunos objetos, acumulados en su época de esplendor y que no usaban, como la virgen de marfil que vemos en la fotografía inferior.
Estos cambios, además, tienen el inconveniente de ocasionar más gastos; situación difícil de asumir en unos momentos en que los ingresos no llegan a cubrir las necesidades.
La división dura hasta finales de 1902, en que el obispo, en visita canónica, mediante una decisión salomónica les obliga a seguir la Regla y las Constituciones vigentes en las comunidades franciscanas, respetando «la vida común regular, aceptada por la mayor parte de la comunidad, la que (...) esperamos confiados que dentro de muy poco tiempo será aceptada por todas». Aceptación que para 1914 se ha impuesto sin reservas.
Durante estos años de división, ambos grupos exponen por escrito sus dudas, deseos y problemas. Los hay muy mal redactados, con palabras mal escritas y numerosas faltas de ortografía, lo que manifiesta el bajo nivel cultural de al menos una parte de la comunidad.
Situación que ha llegado hasta nuestros días, pues habiendo descuidado el trabajo intelectual, su instrucción y el estudio -debido al esfuerzo hercúleo de mantener un edificio tan grande con tan escaso número de monjas-, en su vida monástica no aumentaban el nivel con el que habían ingresado, lo que choca con la cultivada excelencia que en la Edad Media tuvieron como educadoras de princesas.
El siglo XIX termina con una benefactora: Isidra Echeverría, de Pamplona, viuda de Sara, acogida en el monasterio, donde tiene una hermana.
Esta señora costea la compra del antiguo Liceo para hacer el Círculo Católico de Obreros (1900), dona al monasterio un órgano (1902) de la casa zaragozana Roqués e Hijos, y el año de su fallecimiento (1905) paga el pintado y ornamentado de la iglesia.
Obra de Juan Ros San Miguel, que, siguiendo el estilo dominante, lo hace en estilo modernista, imitando mármoles de colores en malva y celeste de mucho gusto y bien entonados (Catálogo Monumental de Navarra).
Pintada la iglesia, para hacer frente a nuevas necesidades piden permiso (1921) para vender, por 60.000 pesetas, los 500 m2 de damasco de seda con que la adornaban los días solemnes.
En la Guerra Civil de 1936-39 sufren nuevos aprietos: el capital colocado a interés apenas produce fruto (3.635,50 pesetas en 28 meses), la comunidad vive a base de préstamos, y la penuria es extrema: pan no les falta, pero los demás alimentos escasean; soportan el frío a base de acumular ropas, una encima de otra... La mala alimentación, el frío, y las precarias condiciones de habitabilidad del monasterio hace que muchas enfermen de los bronquios, acortando su vida.
Paso a paso van camino de la extinción: en 1960 eran 29 (número que entra dentro de la media del monasterio); en 1991 se han reducido a 16, y, desechada la incorporación de novicias de otros países, en 2011 abandonan el convento 6 monjas octogenarias y nonagenarias.
Poco antes, buscando un futuro, se ponen en contacto con las clarisas de Lerma, les enseñan el convento, se lo ofrecen, pero no lo aceptan por estar lejos.
Este intento coincide con varias ofertas. Buscando un lugar para Parador Nacional, les proponen comprar el monasterio y construirles un edificio nuevo en la huerta, adecuado a sus necesidades, para que sigan utilizando su iglesia.
Las monjas dudan. La abadesa se desplaza a Pamplona y dice al Arzobispo: pues mire, esto quieren: hacernos la casica junto al parador. Monseñor Sebastián le contesta: es que..., unas contemplativas junto a un parador..., no me parece nada de bien. La abadesa reacciona con presteza: ¡hala!, pues ya está solucionado, y decide no continuar las conversaciones.
Pasados cinco años, la comunidad, cada vez más disminuida, pide permiso de Roma para abandonar el monasterio, y se traslada a Olite para ser acogida por las clarisas de ese lugar, de parecido número, que cuentan con novicias mejicanas.
Durante los meses de septiembre y octubre de 2011 llevan a su lugar de acogida todo lo que puede ser trasladado. El edificio y la huerta pasan a ser propiedad de las clarisas de Olite, cuyo destino pasa a depender de ellas.
Mientras esto sucede, el Ayuntamiento no se entera. El concejal de Cultura, según declara a la prensa (15 de octubre de 2011), ignoraba (tiene bemoles) el valor cultural y patrimonial que el monasterio atesoraba. Advertido por un vecino, para cuando va al monasterio todos los documentos, obras de arte y otros objetos, a excepción de los existentes de la iglesia -que el Gobierno de Navarra no ha autorizado-, ya están en Olite.
«De casualidad -dice- me encontré con el director de Archivos (del Gobierno de Navarra), que estaba interesado en inventariar todos los bienes». El concejal le transmite «el interés de la ciudad por poseer los documentos, especialmente aquellos que tienen que ver con Estella», y recibe la respuesta de que le «enviará el informe con todos los bienes que había en el convento».
Nada más se ha sabido: ninguna gestión del Ayuntamiento o de la Alcaldía; ningún movimiento en los grupos de oposición. El concejal de Cultura estará orgulloso de su gestión; el Ayuntamiento, de su pasividad (además de lo dicho, no ha tenido ni el detalle de despedirlas y reconocerles su contribución a la historia de Estella); la Ciudad, sufrirá la pérdida.
Entre los documentos llevados a Olite, referentes a la Edad Media había 128 piezas fechadas entre 1255 y 1510, lo que representaba el 52,4% de los documentos de esa época que se conservaban en Estella.
Excepto diez en papel, los restantes son pergaminos: seis escritos en latín, cincuenta en occitano, y los restantes en romance navarro. Todos, excepto seis, originales.
Merche Osés Urricelqui, que los ha estudiado y trascrito, señala que aunque la gran mayoría se refiere a la formación y gestión de su patrimonio, también los hay referidos a pleitos, bulas y privilegios reales.
Entre las donaciones, la mayoría versan sobre heredades como viñas, huertos, piezas o zumaqueras. Referente a las permutas, en 1429 se entregan bienes en Torralba del Río a cambio de una casa en Estella, y en 1482 se cambia una casa por una viña.
Respecto a las compraventas, un huerto en 1313, una casa con huerto en 1316, una viña en 1360, y una viña y olivar en 1468. En otros varios casos, la compraventa es entre particulares, cediendo la propiedad al monasterio.
Otro gran bloque lo componen los documentos referentes a los ingresos. De censos hay más de treinta; el más antiguo, de 1312, y a partir de 1340 todos los indican que son perpetuos. Los referentes a tributos o alquileres no llegan a diez, y los bienes se distribuyen entre Estella, Viana, Torralba, Ganuza, Arteaga, Mendilibarri y Ancín.
Otros dos, fechados en el siglo XV, dan una relación de las propiedades que el monasterio tiene en Moreda (Álava) y Los Arcos.
A todos ellos hay que añadir uno referente a limosna, dos con relación de rentas correspondientes a los años 1375-76 y 1400-02, y varios con temas judiciales.
Referente a privilegios reales, los hay fechados en 1424, 1430, 1444, 1450 y 1460. Finalmente, varios vídimus de los siglos XIV y XV referentes a la bula otorgada en 1296 por el papa Bonifacio VIII eximiendo del pago de diezmos al monasterio.
Otros bienes, que han sido llevados a Olite, son, en cuanto a orfebrería, tres cálices del XVII, un copón del XVIII, y un ostensorio del XVII. En cuanto a las ropas litúrgicas, una casulla con figuraciones de Santa Clara y símbolos eucarísticos, una capa pluvial y dalmáticas con símbolos marianos, un palio con el Espíritu Santo, el paño del púlpito, decorado con las armas de la monarquía española, y numerosas tallas y cuadros.
Además, un rico terno blanco bordado a colores y oro sobre seda, de 1763, obra de José Gualba, de Zaragoza, cuyos talleres de bordado eran los más reconocidos de España. De esos talleres salió un terno del Corpus para la catedral de Granada (1777), otro para la catedral de Pamplona, y un tercero para las benedictinas de Estella.
Nota: Mi profundo agradecimiento a las últimas clarisas de Estella, a las que deseo que en su nuevo hogar consigan toda la felicidad, paz y tranquilidad que desean.
Para saber más:
-Historia eclesiástica de Estella. Tomo II, de José Goñi Gaztambide.
-Breve historia del monasterio de Santa Clara de Estella, de Luis Ariceta.
-Documentación medieval de Estella (siglos XII-XVI), de Merche Osés Urricelqui.
-Catálogo monumental de Navarra. Tomo II* VV.AA.
-Escultura y retablos de las clarisas de Estella. Revista Príncipe de Viana nº 190, de Ricardo Fernández Gracia.
febrero 2012