Sobre un cerro de la pequeña cadena montañosa que une Monjardín con la sierra de Codés y separa la Berrueza de las tierras que descienden hacia el Ebro, a 702 metros de altura, y rodeado de pequeños pueblecitos, encontramos uno de los mejores exponentes del arte barroco del norte de España: San Gregorio Ostiense.
La majestuosa basílica, costeada en su totalidad por la Cofradía homónima, es una muestra de la gran popularidad que tuvo el Santo entre los siglos XVI y XVIII, y del poder económico que alcanzó la Cofradía cuando no existían las compañías químicas ni los modernos insecticidas, pesticidas o plaguicidas, y los agricultores, al ver sus campos atacados por plagas que con frecuencia anunciaban hambrunas y muerte, miraban al cielo pidiendo el perdón de Dios y la protección del Altísimo, para lo que buscaban la intermediación de los Santos, entre los que el de la Berrueza se había mostrado el más eficaz y diligente.
La leyenda del Santo arranca a principios del siglo XI, cuando asolados los campos de Navarra y La Rioja (territorios que en aquellos tiempos pertenecían al Reino de Pamplona) por una plaga de langosta que oscurecía la luz del sol, y agotados los medios para combatirla, reunido el Consejo de Reino con los obispos de Pamplona y Nájera, se decidió enviar una comisión a Roma para exponer a Benedicto IX el problema y pedirle oraciones públicas para que el Cielo acabara con ese azote.
Llegados a la Ciudad Eterna, fueron recibidos por el Papa, quien, admirado de la fe de los comisionados, mandó hacer rogativas públicas en todos los templos de la ciudad.
Al finalizar los rezos, se apareció un Ángel al Sumo Pontífice, y le ordenó que enviase a Gregorio, su bibliotecario, además de Cardenal y Obispo de Ostia, para que con su presencia, oración y predicación devolviera la salud a los campos que baña el Ebro.
Llegado el Santo a Calahorra, y convencido de que la plaga era un castigo de Dios por la mala salud moral y espiritual del pueblo, organiza rogativas, predica penitencia y pide reformar las costumbres.
Conseguido su deseo, bendice los campos afectados por la langosta, y ese insecto que azotó España hasta comienzos del siglo XX, y que, como periódicamente sigue sucediendo en África, se desplaza en enjambres de millones de ejemplares que devoran cuanto vegetal encuentran a su paso, queda totalmente aniquilado.
Corre de boca en boca la noticia del milagro, y los pueblos de las riberas del Ebro reclaman la presencia del Santo. Éste acude a las llamadas, y siguiendo el mismo proceso acaba con la plaga.
Gregorio establece su base en Logroño, y hasta él llega, para no separarse jamás, un pastorcillo que, habiendo probado su vocación en los monasterios de San Millán y de Valvanera, mortificaba su cuerpo y curtía su espíritu ejerciendo de anacoreta en una cueva de la Bureba.
Pastorcillo que dedicó su vida a construir puentes y hospitales que facilitaran la peregrinación a Santiago de Compostela, y que hoy se venera con el nombre de Santo Domingo de la Calzada.
El Obispo de Ostia murió en Logroño el nueve de mayo de 1044, en una casa de la Rúa Vieja conocida actualmente como de los Cabezones, en la que en siglo XVII se construyó un oratorio que perpetúa su memoria.
Conocido el fallecimiento, los obispos de Nájera y Pamplona se disputan sus restos deseando enterrarlos en sus respectivas catedrales. Pero, al saber de la disputa entre los clérigos, el rey de Pamplona García Sánchez III el de Nájera determina que sea enterrado en la cima del monte donde tiene un castillo llamado San Salvador de Piñalba (Pigna-alba = Peña-blanca).
No todos están de acuerdo con esa intervención real, que, por otra parte, no la creo documentada. La tradición popular, mucho más rica y fértil que la pluma de los historiadores, dice que el Santo Obispo había encargado a sus discípulos que colocaran su cadáver sobre la mula que le trajo de Roma, y que, dejándola caminar a su aire, lo enterraran allí donde el animal cayera muerto.
Cumpliendo su postrer deseo, atan el ataúd sobre el lomo de la mula, la cual cruza el Ebro, toma el camino de Estella, y al llegar a Los Arcos cae al suelo. Se levanta, gira hacia la Berrueza siguiendo el curso del río Odrón, y en Mués, donde hoy está la ermita de la Virgen de la Cuesta, vuelve a caer. Se levanta por segunda vez, y muere al llegar a la cima de Piñalba. Los discípulos, cumpliendo la voluntad del Santo, entierran el cuerpo de Gregorio en lo alto del cerro.
Hasta aquí, todo, o casi todo lo dicho, es leyenda, como también lo es la propia existencia del Santo, que parece ser una versión regional del gran San Gregorio Nacianceno, abogado contra las langostas desde que el año 885, rociando los campos con agua bendita, acabara con la plaga que asolaba las Galias.
Apoya esta hipótesis el hecho de que con él comparte fiesta el 9 de mayo (la del Nacianceno se trasladó en Tierra Estella al día siguiente); que en los pueblos de España se confundiera el apelativo de los dos santos, y que en la diócesis de Calahorra, primera en festejarlo, en dos breviarios del siglo XIV se le llama San Gregorio Nazareno (hay autores que derivan este apelativo del pueblo de Nazar, próximo al santuario, pero bien podía ser una confusión entre Nacianceno y Nazareno).
Lo que no pertenece a la leyenda es la existencia del Castillo: Francisco de Eguía y Beaumont, en su Estrella cautiva. Historia de la ciudad de Estella (1644), afirma que todavía se observaban en su tiempo los vestigios de una fortaleza que contó con «grandes y gruesas murallas, lo que denotaba haber sido un castillo fortísimo»; y que «fue de tanta consideración que en los casos más graves con los reyes de Castilla lo daban como rehenes los de Navarra».
Junto con el de Monjardín, formaba parte del cordón de fortalezas que defendían la Navarra nuclear (formada en torno a los valles de Yerri, Améscoa, Berrueza y Campezo) de las incursiones árabes, primero, y de las castellanas después.
Asentado sobre un probable templo romano vinculado a la población de Suruslata (nombre del que procede Sorlada), estaba situado -como hoy lo está la basílica- junto al pequeño desfiladero (el Congosto) que comunica el valle de la Berrueza con las tierras llanas de la Ribera.
Tampoco forma parte de la leyenda la devoción al Santo. Ya en la temprana fecha de 1322 está documentada la elección de Abad para la Casa e Iglesia del Señor San Gregorio, que en aquellos tiempos pertenecía al Real Monasterio de Santa María de Nájera por donación real de mediados del siglo XIII. Tiempo del que data también la Cofradía.
Por aquella época el Camino de Santiago se llenó de peregrinos que iban a orar ante los restos del Apóstol Santiago, descubierto pocos siglos antes en Compostela. Y como uno de los motores más fuertes de la religiosidad de aquellos tiempos era la veneración de reliquias, las iglesias y monasterios rivalizaban en su posesión, creándose numerosos centros secundarios de peregrinación a los que acudían, a la ida o al regreso, la mayor parte de los que habían caminado hasta Galicia.
En estas circunstancias, hacia 1250, a su regreso de Santiago, los obispos de Pamplona y Bayona, queriendo, al parecer, repetir la historia compostelana, se propusieron erigir en Navarra un centro de peregrinación (Piñalba esta sobre el Camino de Santiago, entre la vía principal y una secundaria del camino francés), para lo que mandaron buscar el cuerpo del Obispo de Ostia en el lugar indicado por unas luces que bajaban del cielo y se posaban sobre la cima del monte.
Cuando comenzaron a excavar, al llegar al lugar de la sepultura notaron que emanaban agradables fragancias que sanaban cuantas dolencias tenían quienes participaban en los trabajos.
Al poco dieron con el cuerpo, y los restos óseos fueron guardados en un arca, excepto un brazo que fue regalado al cercano monasterio de San Jorge de Azuelo, dependiente también de Nájera.
La autenticidad del hallazgo fue confirmada por Roma, y la Iglesia de Calahorra comenzó a tributarle un culto que con rapidez se extendió por todos los Reinos de España, como lo atestiguan, entre otros, los antiquísimos Calendarios de Astorga, La Calzada, Zaragoza, Valencia y Torrijos.
A partir de ese momento, San Salvador de la Berrueza, como entonces se llamaba, se convirtió en un importante centro de peregrinación regional, que para potenciar su atractivo incrementó sus reliquias con un trozo de la puerta del portal de Belén, dos pedazos de tizones que un judío tiró a Jesucristo, dos granos del Maná que recibieron los judíos en su travesía del desierto, las lágrimas de Moisés y de Santa María de Sardiniales, un trozo de donde estaba la Virgen cuando José vio que estaba preñada, un trozo del cuerpo de San Pío, papa y mártir, otro de San Justo, mártir, y una pequeña cantidad del óleo que mana del sepulcro de Santa Catalina.
Pero el momento de esplendor llegó cuando acabadas las guerras civiles que asolaron Navarra en el siglo XV y principios del XVI, el viejo reino pirenaico pasó a formar parte de una unidad política que abarcaba toda España.
En ese nuevo marco político y económico, la devoción a San Gregorio Ostiense fue la advocación que más creció y se consolidó en la Península Ibérica. Se convirtió en el patrono principal de todos sus agricultores, y su Basílica fue, sobre todo «durante los siglos XVI, XVII y XVIII, en el centro socio-religioso más importante de Navarra y uno de los más activos de España», al que de todos los rincones de la piel de toro llegaban comisiones en busca del agua que había pasado por sus reliquias, la cual tenía la virtud de acabar con las plagas que periódicamente asolaban el campo.
Esto generó unos grandes ingresos económicos, de los que da fe el edificio que con ellos se levantó. Y como donde hay dinero hay conflicto, se suscitaron importantes y costosos conflictos entre los miembros de la Cofradía; de ésta contra el Ayuntamiento y el Abad de Sorlada; y en 1754, entre el obispado de Pamplona y la Cofradía contra la Sagrada Congregación de Ritos Romana, ante la que después de más de siete siglos de veneración y culto, tuvo que demostrar que el Santo había sido canonizado con todas las de la ley.
Antes del siglo XVI había 56 pueblos y ciudades -sobre todo de Navarra, Aragón, Rioja y Álava- que habían hecho Voto Perpetuo de pagar tributo a la basílica.
Pero su fama pronto traspasó las fronteras regionales, y a la Berrueza llegaban enviados de Granada, Sevilla, Toledo, Extremadura, Galicia y otras regiones, para proveerse de agua pasada por la cabeza del Santo y asperjar con ellas sus dolientes campos.
En las relaciones de 1706, 1708 y 1726 se cita el nombre de unos 1.500 pueblos cuyos comisionados viajaron hasta la Basílica para recoger el agua milagrosa. La última visita documentada data de 1999, cuando acudió a por agua una representación de la localidad alicantina de Torremanzanas.
No está documentado el comienzo de las salidas de la Santa Cabeza, y parece ser que en el siglo XIV no existían. La primera de que se tiene noticia es de 1552, cuando visitó Obanos y Puente la Reina, municipios situados a medio camino entre Estella y Pamplona.
Tampoco se conoce cuándo comenzó a salir del ámbito regional. Pero de una salida que efectuó el año 1634, en la que visitó Portugal y casi todos los reinos de España, se conserva en la basílica un cáliz de plata sobredorada donado por la villa de Daimiel (Ciudad Real).
Está documentado que los reyes Felipe II y Felipe III se valieron de esa agua para usarla en sus Reales Sitios. Y entre 1755-56, por disposición de Fernando VI, la Santa Cabeza recorrió las provincias de Extremadura y La Mancha y los reinos de Aragón, Valencia, Murcia y Andalucía para acabar con la plaga de langosta que desde 1754 atacaba sus cosechas.
Para esa salida se prepararon 3.680 estampas medianas, 2.400 grandes, 36 litografías en tafetán para las personas de distinción, y 60 manos de papel con las oraciones de conjuro con que se bendecían los campos.
Para que el viaje no se prolongara demasiado, el rey ordenó que los portadores de la Santa Cabeza se detuvieran en los lugares afectados por la plaga «solamente el tiempo preciso». Y para evitar demoras exigió que los pueblos salgan al encuentro de la reliquia, la cual parará en los lugares previstos.
Pensando en el carácter religioso de la visita, el rey recuerda que su resolución va dirigida «a que por intercesión del Glorioso San Gregorio Ostiense se consiga de la Divina Misericordia la extinción de la plaga de langosta, oruga, pulgón y otras que tantos frutos ha destruido, que aniquile su simiente y ovación para preservar de semejante ahogo a los venideros»
El viaje se hizo en carruaje Real, duró 130 días, y se recorrieron más de 2.500 kilómetros.
Poco descansó la Santa Cabeza a su regreso de la larga expedición: La Rioja, que padecía una plaga de langosta, la tenía solicitada para que se bendijeran los campos con su agua mientras se practicaban los ritos y exorcismos de los conjuros que le eran propios y estaban recogidos en libros.
El rito comenzaba diciendo tres misas contra el mal que se quería conjurar. A continuación, mientras repicaban las campanas, salían los curas a los campos para asperjarlos, o bien el mismo cura hisopaba el agua bendita en dirección a los cuatro puntos cardinales.
La Santa Cabeza, como se le llamaba, era la reliquia más andariega de cuantas se veneraban en los santuarios españoles, lo que popularmente recoge el dicho de andas más que la Cabeza de San Gregorio.
Como otras muchas ciudades, en el siglo XVII, Estella, en virtud de su Voto, mandaba celebrar una misa en la basílica, en la que ardían dos candelas encargadas por su Ayuntamiento. Un siglo después, en 1772 atacó los olivos estelleses una plaga de cuquillo que, acompañada de otra de gardama, además de afectar a los olivos hizo peligrar al arbolado del paseo de Los Llanos. Esto motivó que el regimiento de la ciudad requiriera la presencia de la Santa Cabeza, lo que originó el considerable gasto de 827 reales y 29 maravedís.
La popularidad del Santo fue tal, que en el siglo XVII se le celebraba en el Ebro medio con los llamados dances de San Gregorio Ostiense. En ellos intervenía el Mayoral, el Rabadán, el Ángel, el Diablo, y el Sacristán. El Mayoral dirigía el baile de los ocho danzantes, el Rabadán recitaba diálogos trufados de gracia y humor, y el Sacristán relataba y elogiaba la vida y milagros del Santo.
Cuando la Cabeza descansaba de sus viajes, se pasaba el agua en las festividades de San Gregorio Magno (12 de marzo) y de San Gregorio Ostiense (9 de mayo), almacenándose en dos grandes tinajas que se guardaban en la sacristía, de las que se proveían los aguadores que iban a recogerla (están documentados desde que en 1462 los envió la población navarra de Corella).
Para evitar fraudes, estos aguadores debían presentar la acreditación del pueblo que los enviaba, de la limosna que portaban, y de la finalidad para la que se iba a usar el agua bendita. Llenados los recipientes, el capellán de la Basílica lacraba las vasijas y les entregaba, firmado y sellado, el certificado de autenticidad.
Agua que, como dice Esteban de Garibay en su obra Compendio Historial, publicada en Amberes en 1571, «echando con hisopos en viñas, huertas y árboles silvestres y los demás frutos de la tierra se ve evidente y maravillosa obra celestial, porque luego perecen (langostas, pulgones y otros insectos) por misterio divino».
Y como tanto trasiego y agua desgastaba los huesecillos, periódicamente, en presencia del obispo o de su delegado, se cambiaban por otros que se guardaban en el arca.
El último milagro, escrito por testigos presenciales, data de 1930. Ese año una plaga de gardama atacó un monte de Sorlada, dejando las plantas desnudas de hoja. El Ayuntamiento, después de haber utilizado sin éxito cuantos medios pudo adquirir, acordó sacar en procesión la Santa Cabeza y conjurar la plaga con el agua pasada por la misma.
Ayuntamiento y pueblo, con cruz alzada, pendones y volteo de campanas, cantando la Letanía de los Santos subió procesionalmente a la Basílica, celebró misa, y salió con la reliquia para hacer el conjuro ritual. «Por la tarde del mismo día, la gardama aparecía muerta por los suelos», certifica el párroco y autor de uno de los libros que me sirven de guía.
Pero la devoción decayó coincidiendo con las guerras del siglo XIX (la zona fue escenario bélico durante la ocupación francesa y las guerras civiles; en la segunda de las cuales los carlistas fortificaron el conjunto, y en la cabecera del templo se pueden ver impactos de cañonazos liberales), la laicización del siglo XIX, y la aparición de los modernos plaguicidas e insecticidas.
Desde 1982, son los pueblos del entorno quieres acuden en romería, entre las que destaca la de Los Arcos (Navarra), cuyo Ayuntamiento, Cabildo y pueblo, procesionalmente y con cruz alzada suben a la basílica el segundo día de la Pascua de Pentecostés.
Una vez llegados, los alcaldes de Sorlada y Los Arcos intercambian sus varas y, terminada la misa y bendecidos los campos, el alcalde de Los Arcos invita a comer cordero asado a las autoridades del vecino pueblo, obsequiándoles también con bolsas de almendras garrapiñadas.
La actual basílica es la tercera construcción de que se tiene noticia. La primera fue destruida por un incendio (ya en el siglo pasado, hace unos veinte años, un día de romería fueron quemados los documentos sin catalogar que se guardaban en un arcón) que acabó con la documentación anterior al siglo XVI. Parece que fue provocado -o coincidió- por el derribo del castillo, que, como casi todos los de Navarra, fue derrocado en el proceso de incorporación del Reino a la Corona castellana. Debió ser una demolición muy temprana, pues se cita en abril de 1514.
De la segunda construcción, terminada en 1525, sólo quedan restos en el muro y los contrafuertes del lado norte de la actual basílica.
La que hoy contemplamos, asentada sobre piedra firme y levantada con piedra perfectamente escuadrada, está edificada entre la segunda mitad del siglo XVII y la primera mitad del XIX.
Tiene forma de cruz latina, nave de cuatro tramos y crucero trebolado definido por brazos y cabecera semicirculares, en el que conviven el barroco de comienzos del siglo XVIII y el rococó de la segunda mitad de esa centuria.
Es posible que el proyecto de la fachada sea obra de Vicente López de Frías (el miembro más destacado de una familla de artistas estelleses, al que se deben las decoraciones en yeso de la capilla de San Andrés, patrón de la ciudad), pues responde al estilo de las yeserías y retablos que ejecutó, y en beneficio suyo constan los primeros trabajos abonados por la Cofradía (1694).
Fallecido López de Frías en 1703, concluye la obra Juan Antonio de San Juan, veedor eclesiástico en 1707, quien adapta al gusto del siglo XVIII los motivos decorativos, y al que seguramente se deben las esculturas.
En 1713 ya se había concluido la portada. Es una versión barroca de la renacentista de Santa María de Viana (ambas se nutren del nichal del Belvedere, en el Vaticano), y se realizó con anterioridad a la de Santa María la Redonda de Logroño y Santa María de San Sebastián, con las que rivaliza en calidad. En su conjunto, es la portada más suntuosa del barroco navarro, y una de las bellas de España.
Sus alzados cuentan con doble basamento, decorado el superior, al igual que los pedestales de las columnas, con roleos vegetales.
Sobre el basamento montan dos cuerpos de altura desigual, articulados por columnas salomónicas de más de tres metros de altura y de una sola pieza, inspiradas en la obra de Bernini, que terminan en capiteles compuestos.
El primer cuerpo se abre en un amplio portalón que culmina en una placa en la que figuran las insignias episcopales y cardenalicias de San Gregorio. En las hornacinas de los paños laterales vemos esculpidos a San Pedro y a San Pablo.
El segundo cuerpo lo preside la escultura del santo titular, y en los laterales, ejecutados en yeso, había relieves con escenas de la historia del Santo, que, junto con la decoración de los casquetes del gran cascarón en que termina la fachada, a lo largo del siglo XX se han perdido casi en su totalidad.
En 1724 se había concluido la nave barroca, con decoración esgrafiada y yeserías vegetales, en la que intervino el corellano Juan Antonio Jiménez y el estellés Juan Ángel Nagusia.
Nave que en torno a 1830 fue reformada con el estilo neoclásico que ahora podemos contemplar, y que tan mala impresión causó a Madrazo: «¡qué triste desencanto espera al que por la portada de este templo, de gusto italiano del XVII, se promete hallar dentro de él estatuas y pinturas de los célebres machinisti de la misma edad! (...) Ya que trajeron de fuera quien labrase las bellas estatuas del exterior, ¿por qué no haber traído también, para pintar sus bóvedas y sus paredes, fresquistas como los Lanfrancos, los Marattas y los Cortonas?»
Sus alzados se articulan por potentes pilastras con altos pedestales, fustes lisos y capiteles compuestos de fina y detallada labra, sobre los que monta una rígida cornisa en la que apoya la bóveda, decorada con pinturas al fresco firmadas el año 1831.
Los alzados de la nave están articulados por columnas cajeadas, y en cada uno de los cuatro tramos en que se divide el muro cuelga un lienzo del siglo XIX alusivo a la vida de San Gregorio.
Crucero y camarín son de mediados del XVIII. En 1758, aprovechando las muchas limosnas recogidas en el viaje que el año anterior realizó la Santa Cabeza por casi toda España, se decidió ejecutar la cabecera, para lo que se aprobaron las trazas que presentó el carmelita logroñés fray José de San Juan de la Cruz, considerado el mejor tracista de los carmelitas descalzos en Navarra y La Rioja.
De las obras se encargaron José del Castillo, cantero del vecino pueblo de Piedramillera, y los estelleses Miguel y Juan José de Albéniz, corriendo a cargo de Juan José de Murga, vecino de Oteiza de la Solana, los trabajos de talla y yeso. Todo ello se ejecutó en seis años, y en 1765, a cargo de Santiago Zuazo, vecino de Los Arcos, se doraron y policromaron las yeserías.
En el crucero triunfa el rococó con una decoración espectacular, que unida a sus especiales estructuras e iluminación hacen de él un conjunto extraordinario en su género.
Fray José, en vez de proyectar un crucero de brazos rectos, formó una estructura trilobulada con cuartos de esfera ligeramente apuntados, sobre la que se apoya una cúpula octogonal elevada sobre un tambor. Solución poco corriente en la arquitectura barroca española.
Su excepcional concepción espacial está definida por tres exedras con cuartos de esfera, sobre las que se eleva, a través de pechinas, una gran cúpula de tambor octogonal, perforado por amplias ventanas, convirtiendo el crucero en una especie de escenario, protagonista y principal foco de atracción del templo.
Las exedras están formadas por pilastras cajeadas de capiteles compuestos, resaltados con oro, y cornisas que se encorvan en el centro de los tres ábsides. Sus entrepaños disponen de pequeñas portadas rectas entre pilastrillas, que simulan los diversos accesos de un escenario de aspecto chinesco.
En los casquetes de los brazos del crucero y cabecera se localizan aparatosas hornacinas con peanas, formando su entramado pilastrillas cajeadas entre aletones y frontón curvo roto en el remate, sobre el que descansan jarrones similares a los de las portadas.
Por otra parte, los ritmos compositivos y sus proporciones, articulados a través de pilastras y cornisas, más propios de la arquitectura clásica, dan al conjunto una gran dignidad y espectacularidad, y la claridad que desciende desde sus ocho ventanas es como si penetrara en el templo la luz divina para iluminar la imagen de San Gregorio, mientras la nave del templo permanece en la penumbra.
También cuenta el tambor con pilastras plegadas en los ángulos, que soportan una serpenteante cornisa en la que se multiplica el esquema mixtilíneo de las exedras.
En las pechinas, en las que figuran los Evangelistas, y en los casquetes de la cúpula, los elementos arquitectónicos se sustituyen por apretadas composiciones de rocallas de valiente ejecución.
Este entramado decorativo sirve de marco a una compleja iconografía de bultos y relieves, por medio de la cual se exalta al santo titular y a la Iglesia: Apóstoles, Evangelistas, Santos Padres, Doctores y Santos Obispos.
En las hornacinas del brazo del Evangelio aparece un santo obispo -de difícil identificación-, San Blas y San Gregorio Nacianceno; las de cabecera están ocupadas por San Gregorio Ostiense, flanqueado por San Fermín y San Saturnino; las del brazo de la Epístola cobijan un santo obispo, San Martín y San Nicolás.
Ocho relieves con historias del santo se reparten en el pedestal del tambor, intercalándose entre ellas, justamente delante de las pilastras plegadas, los bultos de San Jerónimo, San Gregorio Papa, San Agustín, San Ambrosio, Santo Tomás de Aquino, San Isidoro de Sevilla, San Leandro y San Buenaventura.
Sobre la cornisa del tambor, y bajo el dosel de la media naranja, campean ocho Apóstoles con otros tantos ángeles modelados en yeso por Juan José Murga.
La decoración de la cúpula trasciende al exterior a través de los trabajados marcos de sus ventanas y las volutas de sus esquinas.
El camarín, a modo de deambulatorio, al que se accede por dos puertas sitas a ambos lados del altar central, tiene planta rectangular cerrada por cúpula elíptica sobre pechinas, articulando sus ángulos pilastras plegadas de fuste cajeado y capitel compuesto, idénticas a las del crucero. A las dos puertas se añade una ventana que comunica con la parte central del retablo de la iglesia, permitiendo ver la figura del titular del templo.
Finalmente, en el crucero vemos tres retablos rococós, obra de Silvestre de Soria, dorados por Santiago de Zuazo, y con esculturas neoclásicas del francés Roberto Michel, académico de San Fernando, que ejecutó las tallas en Madrid.
En el retablo central aparece San Gregorio Ostiense, flanqueado por Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega, y en los laterales, el del Evangelio está dedicado a San Joaquín, y el otro a San Isidro Labrador.
Tras la ejecución de los retablos, en 1771 la iglesia recibió las reliquias del Santo.
La torre-campanario se adjudicó, en segunda subasta, en 1718, terminándose hacia 1726. Costó 16.500 reales, fue obra de Juan de Larrea, natural de Durango (Vizcaya) y residente a sazón en Irache, y en ella intervinieron Ignacio de Ondarza (natural de Asteasu, en Guipúzcoa, y adjudicatario de la primera subasta) en la cantería, y el estellés Lucas de Mena en la escultura. A éste último se deben también las labores decorativas, y los pináculos y capiteles del último cuerpo.
Esta torre, que sirvió de modelo a las de Sorlada, Mués y Piedramillera, consta de tres cuerpos ligeramente decrecientes en altura, cada uno con su propio orden de columnas, pasando en el último cuerpo de la forma cuadrada a la octogonal, que se enriquece con arcos y óculos.
Como se ha dicho, toda esta gran obra fue costeada por la Cofradía, sin recibir ayudas de entidades públicas o eclesiales, haciendo uso de las limosnas que llenaban sus arcas, y de los ingresos procedentes de los inmuebles y bienes donados al Santo.
Entre las muchas piezas de orfebrería que posee la Basílica, destaca la arqueta-relicario ejecutada en 1610, de plata parcialmente dorada, que la convierte en una de las mejores piezas del Bajo Renacimiento navarro.
Se hizo por iniciativa del obispo de Pamplona, quien para evitar falsificaciones en las reliquias, en 1601 ordenó que se hiciera una arca buena y recia, cubierta de plata y que se cerrase con tres llaves (una para el abad de la Cofradía, otra para el párroco de Sorlada, y la tercera para el cofrade más antiguo), mandando que ni el arca ni el relicario saliese de la Basílica sin licencia del Obispo.
En cada uno de sus frentes tiene sendos marcos que acogen, cincelado en bronce dorado, a cada imagen de Apóstol. Decoran sus superficies adornos cincelados y piedras preciosas engarzadas en plata.
Otra pieza destacada es la Santa Cabeza, que en 1728 ejecutó el platero estellés José Ventura según el modelo confeccionado en yeso por el escultor Francisco Barona. Es obra de estilo barroco, inspirada en el naturalismo. Sustituye a una anterior cabeza, también de plata, que recubría el cráneo del Santo.
Pedro de Madrazo, tras entretenerse en Mués con el maestro del pueblo, conducido por éste llega a la Basílica, cerrada la noche, gracias a un zagal que daba voces buscando un cordero perdido. Las pasó de a kilo, caminando «fuera de sendero y en pleno peñascal (...), golpeándome con ellos las empinillas (...), entre el temor de no poder salir de tan mal paso».
A la mañana siguiente, escribe del «muy agradable efecto que le causó la soberbia portada del santuario (...), al estilo puesto de moda por los constructores que terminaron la basílica de San Pedro de Roma (...). Causa admiración (...) su portada, su inmenso atrio, y su regia escalinata en la silvestre cima de una montañuela de la Berrueza donde nadie se promete primores artísticos».
La Cofradía, que está documentada desde 1268, fue creada, según J. M. Pascual, a raíz de la invención del cuerpo del Santo, cuando la comunidad benedictina de Nájera obtuvo del rey Teobaldo II la cesión de la iglesia de San Salvador de Piñalba para constituirse en guardiana de los santos restos (Roldán Jimeno retrasa la cesión a Nájera al año 1075, reinando Sancho Garcés IV el de Peñalén).
Molesto el obispo de Pamplona por la intromisión real, nombró abad de la iglesia a uno de los sacerdotes de la Berrueza, dejando en sus manos la administración de los bienes provenientes del culto al Santo.
En consecuencia, se dieron atributos a dos administraciones que no tardaron en chocar. Los monjes se vieron obligados a abandonar la iglesia, pero tuvieron la habilidad de conservar los bienes inmuebles que les había concedido el rey, y dejaron unos legos para que los administraran.
Para suceder a estos legos se fundó la Cofradía, compuesta en aquellos años por sacerdotes de la Berrueza, quienes se quedaron con las dos administraciones, teniendo que dar cuenta de cada una de ellas a sus respectivos propietarios (Nájera los conservó hasta el siglo XVII, obteniendo grandes beneficios de ello. Se puede decir que a partir de esa fecha, y rotos los vínculos con la ciudad riojana, comienza la época de esplendor a la que debemos la actual Basílica).
En 1348, para evitar que el abad haga de su capa un sayo, se da forma a los primeros estatutos. Reformados en 1498, se estableció el acceso de seglares y el número y características de los mismos, de manera que hasta su reforma de 1945 a la Cofradía sólo podían pertenecer 24 varones residentes en la Berrueza.
Hasta 1538 no intervienen los laicos en los asuntos de la Cofradía. En 1588 se adaptaron al Concilio de Trento. Se renovaron en 1890, y en 1945 se reformaron por última vez, abriendo a todo el mundo el acceso a la Cofradía.
El calificativo de Ostiense figura por primera vez en el libro Reprobación de las supersticiones y hechicerías que Pedro Ciruelo escribió en 1530. Continúa en la obra de Lucio Marineo Sículo (1533) De las cosas notables de España, y Esteban de Garibay, en 1571, es el primero que lo sitúa «cerca de Sorlada en la Berrueza».
Pero ese calificativo no se generalizó hasta finales del siglo XVI, a partir de las obras de Tomás de Trujillo (1579), Alonso de Villegas (1588), Juan de Marieta (1596), Luis de la Vega (1606), César Baronio (1609).
Y, sobre todo, a partir de que en 1616 Constantino Gaetani diera forma definitiva a su leyenda, Juan de Quiñones recogiera su poder insecticida en su obra Tratado de las langostas (1619), y en los 1.500 ejemplares de la Historia de San Gregorio de Piñava (1624), de Fray Andrés de Salazar, que la Cofradía costeó y en el que se narra la vida y milagros del Santo.
Hasta entonces, sucesivamente, era conocido como San Gregorio Nazareno, San Gregorio de la langosta, San Gregorio de Navarra, y San Gregorio de la Berrueza. La primera vez que se le cita como Ostiense en Navarra es en 1601, y la primera vez que figura en la documentación de la Cofradía es en 1633.
San Gregorio Ostiense no sólo era eficaz contra las plagas del campo, sino que también lo era contra los males de oído, y ayudaba a la gente a buscar pareja. Y el tañido de las campanas de su torre tenía la virtud de hacer desaparecer los rayos y convertir la piedra en fina agua.
Ya a principios del siglo XIV, Gil García, abad de San Gregorio, escribió una obrita en la que recoge seis milagros del Santo. Dice que en 1298, el escudero sordo y mudo de un caballero navarro, logró oír y hablar por intercesión del Santo. En 1310, en Arellano entró un grano de cebada en el oído de un clérigo, que, al no poderlo sacar, acudió a la Basílica, donde el grano salió sin intervención humana. Dos años después, la mujer del tesorero de San Gregorio quedó sorda, no pudiendo recuperar el oído hasta que siete meses más tarde acudió a pedir la intercesión del Santo. Finalmente, en 1323, un vecino de Estella, carente de oído, acudió al Santuario y recuperó el sentido perdido.
Para terminar con las propiedades de la advocación, en la Basílica hay un ladrillo que pisaban los mozos y mozas a los que se les había pasado el cocido.
Encontraban pareja, sobre todo, aquellos que eran observados por gente de igual condición.
Por eso se decía: Fuiste, San Gregorio, en mayo, casamentero de viejas. ¿Por qué no casas las jóvenes?; ¿algún mal te hicieron ellas?
Nota: En la fiesta del Santo de este año de 2009 se inauguró la reforma de la hospedería, que tiene 600 m2 de planta y dos alturas. Reforma, que se presupuestó en 1,51 millones de euros, para habilitar su uso como sede de la Cofradía, albergue, bar y centro de interpretación de los recursos naturales de Tierra Estella. Espero que el Gobierno de Navarra cumpla sus promesas, asfaltando el acceso y restaurando el templo.
Para saber más:
- Remedio sobrenatural contra las plagas agrícolas hispánicas, de Roldán Jimeno Aranguren.
- San Gregorio Ostiense y su cofradía, de José Manuel Pascual Hermoso de Mendoza.
En estas dos obras, fundamentalmente, está basado este trabajo.
mayo2009