Desde el origen de la ciudad hasta principios del siglo XX
¿Cómo explicar qué son Los Llanos a quienes no conocen la ciudad? Para que se hagan una idea, el parque de Los Llanos es para Estella lo mismo que El Retiro para Madrid, el Hyde Park para Londres, el Bois de Boulogne para París, el Birkenhead Park para Liverpool, o el Central Park para Nueva York.
Pero si El Retiro tiene su origen en los terrenos que el Conde-Duque de Olivares regaló hacia 1630 a Felipe IV para que construyera un lugar de recreo para la Corte; el Hyde Park comenzó a formarse a partir de 1536 cuando Enrique VIII adquirió la mansión de Hyde para disponer de una reserva de caza cerca de su residencia; y el Bois de Boulogne, de reserva de caza se fue convirtiendo poco a poco en parque a partir de que en 1526 comenzaron a celebrarse en él festividades, Los Llanos de Estella, como el Birkenhead Park de Liverpool y el Central Park de Nueva York, son parques desde que sus respectivos municipios decidieron habilitar un lugar arbolado y verde para disfrute de los vecinos.
Ninguno de estos tres últimos tienen que ver con la nobleza o la realeza, ni el ciudadano tuvo que esperar durante siglos la llegada de la república o la magnanimidad real para poder disfrutar de ellos, sino que responden a la iniciativa ciudadana.
Con la diferencia de que nuestros Llanos, aunque más limitados en superficie e instalaciones, tienen unos 300 años más de antigüedad que el parque mewyorkino (se creó a partir de 1857) o el de la ciudad inglesa de Liverpool (inaugurado en 1847).
Y si el Birkenhead Park, que sirvió de modelo al de Nueva York, es considerado el primer parque de financiación municipal en Gran Bretaña, Los Llanos son el primer parque de financiación municipal del mundo.
Hecho el desplante, mirándolo en números absolutos debo reconocer la modestia del de Estella respecto de los citados, pero, mirándolo en números relativos, que una población de 14.000 habitantes tenga en el centro de la ciudad un parque, totalmente llano, de 116.480 m2 (unos 20.000 de ellos privados, a la espera de su adquisición), no es poca cosa.
Y aún es más importante el hecho de que la ampliación del parque histórico fue fruto de la movilización ciudadana que doblegó al urbanismo salvaje que asolaba Estella en la segunda mitad del siglo XX.
Este parque histórico, o Paseo de Los Llanos, era una franja arbolada a lo largo del río (en un recuento realizado en 1985, cuando la grafiosis o enfermedad holandesa estaba secando los olmos, se contabilizaron 1.985 árboles, de los que 482 eran olmos. En julio de 1986 se talaron 207, y en los años siguientes los restantes. Hoy quedan pequeños olmos en los taludes de la orilla, y en el parque hay chopos, álamos, arces, alisos, fresnos, castaños de indias, falsos plátanos, laureles reales, tilos, sauces, pinos, acacias, ligustros, higueras, nogales, acebos y alguno que me habré dejado), que empezó a crecer cuando el 4 de noviembre de 1987 entró en el Ayuntamiento un Recurso de Reposición suscrito por el Provincial de las Escuelas Pías de Vasconia referente a una finca que habían adquirido a una descendiente de la familia Modet y Eguía.
En él dicen que al terreno se le ha subido la contribución, y que calificado «para equipamiento de servicios comunitarios (...) está destinado a ser expropiado para la indicada finalidad. Por tanto, es claro que el destino de este terreno es el de servicio público». En consecuencia, solicitan que de acuerdo con el Reglamento debe disfrutar de «exención permanente».
Yo estaba de concejal, y al ver el recurso pensé que si la propiedad creía que el destino de la finca era ser expropiada para destinarla a equipamiento, estaría dispuesta a venderla.
Ni corto ni perezoso, y sin comunicar nada a nadie, me desplacé a Pamplona e inicié unas conversaciones que culminaron el 15 de junio de 1988 en un documento de compra condicionado a la aprobación del Pleno del Ayuntamiento.
En el documento, firmado por el Provincial y por mí, que carecía de autorización pero él no lo sabía, se establecía un precio de 19.285.310 pesetas para una finca de 10.313 m2. El precio era bajísimo, y aceptada la compra por el Pleno, se escrituró el 16 de enero de 1989.
Con esta adquisición, que era la primera que hacía el Ayuntamiento en Los Llanos, excepción hecha de la Casa Blanca, se inició un proceso que nos ha llevado a que en la actualidad gran parte de la zona próxima al parque originario sea de propiedad pública.
Hecha esta introducción, describamos la zona. Si observamos el territorio estellés, podemos imaginar que en tiempos prehistóricos el río Ega seguiría su curso coincidiendo con la Inmaculada-Andén, y que poco a poco se fue desviando hasta morder el monte de Arieta-Santa Bárbara y formar el actual meandro en el que se encuentra el ensanche y el parque, configurando uno de los pocos terrenos totalmente llanos que existen en la complicada geografía del término municipal.
Algún autor opina que aquel cauce se reprodujo en la Edad Media, convertido en foso de muralla que tomaba sus aguas del río, pero es dudoso que así sea, pues no han quedado evidencias físicas ni históricas de la existencia de murallas que cerraran la ciudad en esa zona, y así parece deducirse de los planos que nos han llegado de principios del siglo XIX.
En ellos vemos que no existía nada parecido a la actual vía Inmaculada-Andén (cuando se construyó se llamaba Carretera de travesía de Estella, y sucesivamente Sancho Abarca, e Inmaculada, pero debido a que en ella paraban los coches de línea y sus aceras cumplían la función de Andén de la Carretera, popularmente siempre se llamó El Andén), y que, obviando el Paseo de Los Llanos, los caminos de la zona se reducían a las actuales calles Teobaldo II y Príncipe de Viana, entonces llamadas Camino de las Cruces, y a la calle Gustavo de Maeztu-Camino Ancho, llamado Camino entre Conventos.
También había un camino que partía del callizo del Escultor Imberto (callizo de Imberto, en aquella época), y que con el nombre de Camino para la Acequia se prolongaba hasta la Avenida Yerri, donde empalmaba con el del Paseo de Los Llanos para facilitar el acceso al trujal que existía bajo el peñón de Recoletas. Este Camino para la Acequia es el único que coincide con el trazado de Inmaculada-Andén.
No creo que en la Edad Media existiera comunicación entre Los Llanos y el puente de San Juan, pues el cordón de rocas que desde El Puy bajaba por Lizarra hasta el portal de Santiago, llegaría hasta el río cerrando el paso.
Tampoco la ciudad lo necesitaba, pues por Los Llanos no iba ninguna vía de comunicación con la comarca, ni existía puente que permitiera el paso a otras zonas del término municipal.
Por eso, a lo largo de la calle Mayor sólo se abrían dos estrechos pasos de comunicación: el Portalete de Modet (actual callizo de los Gaiteros), que permitía acceder a la plaza de la Fruta (actual plazoleta de San Francisco de Asís, o del Ayuntamiento), y el citado callizo de Imberto.
No existía, por tanto, la calle Baja Navarra (se abrió a la vez que Inmaculada-Andén hacia 1862), y la única posibilidad de llegar a la zona era a través del Portal de Los Llanos y de las dos callejas indicadas.
Mirando el plano, entre los huertos se ven caminos menores, sin nombre que los identifique, como el que partiendo del callizo de Imberto enlazaba con el Paseo de Los Llanos por detrás del convento de San Francisco y, a través de él, con la plaza de la Fruta. También debía haber sendas que seguían el curso de las ramificaciones en que se dividía la acequia para irrigar toda la zona.
Desde la Edad Media existía un molino harinero (Industrial Fernández) junto al puente de Lizarra (ese nombre tenía el que ahora llamamos de San Juan), en funcionamiento hasta la década de 1970, y al otro lado, bajo el peñón de Recoletas, el trujal citado, en uso hasta el primer tercio del siglo XX, cuyas muelas movía el agua de la acequia.
En el interior de los Llanos existían dos presas con sus molinos. Uno de ellos, situado en La Chantona, para comienzos del siglo XIX estaba arruinado y sin presa.
Es posible que fuera el molino harinero de San Nicolás, que antes había sido batán, y que desde la riada de 1801 carecía de presa y estaba en ruinas.
Otro molino, con dos muelas, estaba situado en la casa de estilo modernista que hasta finales de la década de 1950 o principios de los 60 hemos conocido en Los Llanos, y que llamábamos la Casa Blanca. A finales del siglo XV éste molino pertenecía a la familia de los Baquedano, y de ella pasó a las monjas de Santa Clara.
En abril de 2005, un vecino sirvió de vehículo para hacer llegar al Ayuntamiento una serie de libros de cuentas, documentos y cartas que, según afirmó, habían escapado a la destrucción cuando se derribó un edificio de la ciudad.
Los papeles abarcaban del siglo XVI a principios del XX, y habían pertenecido a la familia administradora del conde de Cifuentes, casado con la marquesa de Vallehermoso. Todo fue entregado en el más completo anonimato, como si se pretendiera ocultar el medio por el que habían pasado a posesión de la familia donante.
Al conocerse la noticia se rumoreó que procedían de la citada Casa Blanca, propiedad a principios del siglo XX del político navarro Ulpiano Errea. Edificio que se encontraba donde está la fuente del escultor Clemente Ochoa, y que fue comprado por el Ayuntamiento para ampliar el paseo y construir en él un polideportivo.
Si estos datos se confirmaran, es fácil averiguar las manos por las que han pasado los documentos.
En esa casa habitó Gustavo de Maeztu cuando llegó a Estella, y, al quedar sin uso, los niños de 12 y 13 años entrábamos por el río o el canal (supongo que también lo haría algún adulto) y la encontrábamos amueblada.
En aquella edad nos llamaba la atención la cantidad de libros que había en una habitación que daba al convento de San Benito. ¿Dónde fueron a parar todas las pertenencias que quedaron?, pues, probablemente, al mismo lugar a donde fueron a parar los legajos devueltos al Ayuntamiento.
Existía también otro molino, cuya ubicación se desconoce, pero que al haber pertenecido al marqués de Narros, duque de Granada de Ega, y de Villahermosa, propietario del palacio románico donde está el Museo Gustavo de Maeztu, estaría al otro lado de Los Llanos, junto al puente de San Martín-Azucarero, solar que antiguamente ocupaba el huerto y jardín del palacio.
Probablemente estuviera donde en los planos de comienzos del XIX se señala la existencia de una isleta que se quitó.
A principios del siglo XX, sobre los restos del convento de San Francisco se levantó un edificio de escuelas al que se trasladó el Ayuntamiento, y a continuación del patio de las escuelas de niños (las de niñas no tenían zona de recreo) se construyó un lavadero en el que muchas mujeres lavaban su ropa.
Se alimentaba de uno de los ramales de la acequia que cruzaba Los Llanos, y no siempre debía disponer de agua abundante, pues en 1913 las lavanderas y la arrendataria de la Calandería contigua al lavadero, rogaron al Ayuntamiento que habilitara una salida al río para coger agua cuando escaseaba en el lavadero.
En la ribera del río se plantaban chopos que periódicamente se talaban para que el Ayuntamiento hiciera caja (estando yo de concejal terminé con esa práctica: se talaron y se plantaron olmos, con la mala suerte de que poco después llegó una enfermedad que acabó con todos), y los albañiles solicitaban permiso para extraer la fina arena que el río dejaba en la orilla (el material grueso se extraía junto al puente del Azucarero, por lo que a ese lugar se le llamaba y llama El Recial).
El paseo y los huertos eran queridos y cuidados por los estelleses, pero nunca dejaron de tener una relación dialéctica con la ciudad. Así, en el interior de los huertos se abrían canteras-escombreras que estuvieron en funcionamiento hasta avanzado el siglo XX, y cuya actividad consistía en retirar la tierra vegetal, sacar la arena y grava que demandaba la construcción, rellenar el hueco de escombros y basuras, y, una vez colmatado el agujero, cubrirlo con la tierra vegetal que había sido retirada, volviendo a plantar hortalizas. A esa cantera-escombrera le llamábamos el arenal.
Los escombros y basura de los talleres también se echaban en el extremo oeste del paseo, que por su lejanía al Ayuntamiento era algo así como el patio trasero de Los Llanos, y allí quedaban reforzando la orilla o a la espera de que una riada los arrastrase.
El 29 de octubre de 1932, la Merindad Estellesa publicaba una queja que decía: «Los Llanos, principio y fin (...), vermouth y postre ¡Y qué principio y qué postre, Dios mío! Grandes montones de feos cascotes y carretadas de yeso muerto estropean el animado panorama (...). No asoméis vuestros ojos, y menos vuestras narices en la barandilla de la Avenida de San Francisco (...). Veréis en la orilla agua de jabón, montones de cozcorros de maíz, purulentas guatas, peladura abundante de patatas, un viejo puchero y muchos botes de pimientos, trozos de cristal, basura, porquería..., delicioso panorama (...) esperando que Dios nos traiga una riada que se lo lleve de año en año».
Tirar basura en la orilla era un acto incívico, pero echar escombros era una práctica que tenía gran antigüedad, como lo demuestra el hecho de que al hacer agujeros en el paseo aparecen yesos y ladrillos procedentes de derribos.
Una práctica que en aquellos tiempos se comprendía, estaba justificada, y tiene fácil explicación: cuando el río fue desgastando el diapiro y retirándose hacia el sur, los estelleses hicieron avanzar el paseo sobre el cauce abandonado, vertiendo escombros e igualando el terreno.
Además, si observamos el plano anterior, vemos que hace 200 años el río no describía el semicírculo actual, sino que formaba dos semicírculos en cuya unión el agua llegaba hasta el actual paseo asfaltado.
Esto se debía a que el agua, al morder la base del farallón rocoso, provocaba grandes derrumbes que desviaban el cauce hacia el interior del paseo. Pero tratándose de rocas fácilmente solubles, poco a poco el río volvía a su curso anterior, y la ciudad tenía que rehacer el paseo a base de colmatar el suelo con escombros y otros materiales.
Las personas de mi edad, por ejemplo, recordamos la existencia de isletas y grandes rocas en el centro del río, caídas desde lo alto, que poco a poco disolvía el agua.
No conocía yo esta relación entre el río y la montaña, pero la intuía. Por eso, en mi primer periodo como concejal tomé la iniciativa de proteger con bloques de piedra la base cóncava y comida por las aguas del enorme farallón rocoso (está compuesto de los yesos y sales que conforman el diapiro), para evitar que con los años se viniera abajo.
Son bloques poco estéticos, pero su labor es muy importante porque en torno a ellos se está formando un escudo de tierra y vegetación que impedirá que la actual pared rocosa se derrumbe.
Hechas estas descripciones, que serían prácticamente iguales a la que podríamos hacer si observásemos un plano de finales de la Edad Media o principios de la Moderna, pasaremos a la historia.
Todo el terreno llano que forma el barrio de San Juan, que históricamente se extiende desde los pies de la iglesia de San Miguel hasta la plaza de Santiago incluida, y desde esta zona hasta el río, era propiedad real (la historia los llama el parral del Rey), y en 1187 lo donó Sancho VI el Sabio para que en él se construyera la nueva Población de San Juan, y el meandro se cultivara para proveer de hortalizas a la villa.
Un siglo después ya había en Los Llanos tres conventos: el de San Francisco, cuya fundación se atribuye a Teobaldo II; el de San Benito el Real o de las Donas de Santa María de la Orta, que probablemente debiera su fundación al mismo rey, y el de Santa Clara, fundado por Bernardo Montaner para que recibieran educación las hijas de las familias francas y descansaran sus restos y los de su familia.
Ya en época reciente, mientras dos de ellos desaparecían, se creaban el de Santa Ana y el de Escolapios.
Como casi todo lo que tenía valor en Estella, la mayor parte de Los Llanos era propiedad de los conventos (los huertos de San Benito y Santa Clara llegaban hasta el río) y de los francos.
Así, en la documentación de los siglos XIII y XIV vemos los nombres de Bernart Montaner (fundador del convento de Santa Clara en lo que se supone fue parte de su huerto), Ponç Periç Bergoyn, Ferrer, etc.
Es una condición que ha perdurado hasta hace pocos años, y en esa zona han tenido sus huertos y fincas de recreo las familias más pudientes de la ciudad.
Los Llanos, en aquellos tempranos tiempos no tenían ese nombre, y en toda la documentación medieval que se conserva en el convento de Santa Clara (datos tomados del libro Documentación Medieval de Estella, de Merche Osés) aparecen indistintamente con el nombre de La Plana (1255, 1292, 1350 ), la plana d´els Horz, o de los Huertos (1292, 1330, 1333), y La Plana de Santa Clara (1366) en la zona próxima a ese convento.
No sólo había huertos. Abundaban los parrales y majuelos (Sebastián de Covarrubias, en el Tesoro de la lengua Castellana o Española, dice que majuelo es la viña nuevamente plantada), pero al final de la Edad Media la condición de huerto había adquirido tanta o más importancia que la característica llana del terreno, y en 1498 y 1501 se denomina a la zona la huerta de la ciudad d´Estella.
Hecho curioso, pues desde 1333 está documentada la existencia de huertos en la plana del pont de Liçarra (la plana del puente de Lizarra), que estarían situados entre Recoletas y Zaldu.
Ya en la Edad Moderna se hizo la acequia de Valdelobos-Arieta, por lo que a estos huertos se les llamaba el regadío nuevo.
La zona del actual Ayuntamiento recibió (1318) el nombre de barri d´els Hortz, o barrio de los Huertos (1318), lo que parece indicar la existencia de un pequeño núcleo urbano, y a la actual plaza de San Francisco de Asís-Ayuntamiento se le llamó plaza de Los Huertos en 1435, y, posteriormente, plaza de la Fruta.
Francisco de Eguía y Beaumont, en su historia de la ciudad, fechada en 1664, dice que esta plaza es la más hermosa de la ciudad, «porque estándose paseando en ella se goza del sol los inviernos, a vista del río, y la delicia de la alameda; se juega en ella a pelota, y al tiempo que se hace este loable ejercicio, gozan los circunstantes de él, del río, y de la hermosa vista de Los Llanos cubiertos de sauces, olmos, álamos, fresnos y nogales».
Es de suponer que en los primeros tiempos los huertos se alimentarían de agua extraída de pozos. Pero pronto se construyó una presa y se encauzó el agua por medio de acequias, como indica un documento fechado en 1435, que habla de «pagar et contribuir en la presa, pontet, sequia et regadio clamado de La Huerta et Ortaliça de nuestra villa (...), sequia va et pasa a la dicha plaça clamada Los Huertos».
El documento cita también de un puentecillo (pontet) que es difícil ubicar, salvo que la presa estuviera en el mismo lugar que la actual (Cadena de San Felipe y Santiago), y el puentecillo sirviera para cruzar el regacho de Bearin.
Cuesta imaginar que en aquella fecha temprana (ya en 1255 se habla de la cequia d´Estella) se trajera el agua de tan lejos, con las dificultades que ofrece y con la pérdida de caudal que sufriría por la acumulación de maleza, toperas, etc.
Pero existe la evidencia de que esa acequia de Los Llanos, que hasta principios del siglo XX sirvió para suministro de las casas, regar, y abrevar ganado, en el siglo XVII tenía su origen en la presa de la Cadena, como manifiesta Francisco de Eguía y Beaumont en la obra citada.
El autor nos dice que por la ciudad pasa el río Urederra, «porque a pocos pasos de donde se junta con el Ega, le cortan un brazo y llega por arcaduces preparados hasta la misma ciudad, fertilizando sus campos y huertas de que se riegan, haciendo lo mismo en las raíces de los árboles de nuestro hermoso paseo y después de haber animado sus plantas y que los curiosos se proveen de lo necesario para su bebida, camina presuroso a unirse con Ega, consiguiendo su deseo en los mismos Llanos, donde se juntan y pasan por mitad de la Ciudad enteramente los tres ríos».
En los primeros siglos de la existencia de la ciudad es de suponer que no existía el paseo de Los Llanos. En mi opinión, esta iniciativa es fruto del Renacimiento (junto con los siglos XII y XIII el periodo más próspero de la ciudad), y aunque no sé la fecha exacta en que se hizo (supongo que el dato estará en el Archivo Municipal), la aproximada nos la da Juan de Bearin y Sangüesa, alcalde perpetuo del mercado de la ciudad, cuando a los 68 años de edad declara en un pleito (acabado en 1622) que enfrentó al Ayuntamiento y al convento de Santa Clara a resultas del cierre de la huerta.
Nos dice que «al tiempo que se hizo el dicho paseo, sabe (...) que no había en él sino sólo una senda junto al río por donde se rodeaba hasta el portal de San Joan y la ciudad tomó las piezas necesarias de particulares para hacer el paseo que hay hoy, y se pusieron los árboles, y a las dichas monjas de Santa Clara y San Benito les quitaron y tomaron lo que fue necesario de las huertas».
No da la fecha en que se hizo, ni dice que lo viera hacer, sino que sabe cuándo se hizo y lo que anteriormente había.
Estas declaraciones parecen indicar que el paseo se preparó a mediados del siglo XVI, pocas décadas antes de que Felipe II pernoctara en Estella la noche del 17 al 18 de noviembre de 1592, de paso para Pamplona, donde juró los Fueros de Navarra su hijo, el príncipe Felipe.
Pero para entonces ya existía una larga tradición en el uso de Los Llanos como lugar de expansión del vecindario, como luego se verá.
En la crónica que del viaje escribió el holandés Enrique Cock, no se nombra el paseo, pero José Mª Lacarra, que indagó en los archivos de la ciudad, nos cuenta que, en previsión de la real visita, el Ayuntamiento ensanchó la calleja que está junto a las carnicerías de Los Llanos, «de manera que las carrozas y coches puedan pasar al paseo», para lo que se derribó parte de la casa de Rosa de Eguía, y totalmente la de Juan de Eguiarreta, ya que quitándole lo necesario para el paso de las carrozas quedaba inhabitable.
También ordenó que «se allane y ponga bien el portal de Los Llanos», cubriéndolo con losas, y se coloquen 72 varas de pretil a la entrada de Los Llanos, junto a San Francisco. En conjunto, los preparativos de la visita costaron 5.000 ducados a la maltrecha hacienda estellesa.
Pero Felipe II, que llegó al anochecer, en medio de un temporal de agua y nieve, a la avanzada edad de 75 años, y sin poder moverse por la gota que le aquejaba, ni participó en la fiesta, ni vio Los Llanos, ni subió a la iglesia de San Pedro de Larrúa. Se retiró a descansar en el palacio románico, y a la mañana siguiente, después de oír misa en La Merced, partió para Puente la Reina.
Los preparativos a la visita real son interesantes por varios motivos. En primer lugar, por la importancia que dio la ciudad al paseo. En segundo lugar, porque nos indica la existencia de casas (el barri d´els Hortz, o barrio de los Huertos, antes citado) que estrechaban el paso, las cuales debían ser importantes; por lo menos, eran de familias con apellidos de la alta burguesía local.
La documentación nos habla de que la calleja estaba junto a las carnicerías. Si miramos el plano, veremos que las carnicerías y casetas, que aún existían a principios del siglo XX, las ubica donde ahora está el bar y la terraza de El Ché. Emplazamiento que seguramente sería el mismo que cuando la visita de Felipe II, por lo que pocas dudas puede haber del lugar que ocupaban las casas derribadas: debían estar entre el convento de San Francisco y el río.
En último lugar, cita la existencia del portal de Los Llanos -no un portalete o paso cualquiera-, que Lacarra sitúa en la carretera, no lejos del puente de San Martín-Azucarero, y que, en mi opinión, debía estar donde se han colocado los contenedores soterrados.
Hago esta precisión, porque la víspera de las pasadas Navidades, al excavar el terreno para soterrarlos apareció un lienzo de pared curva que con rapidez fue destruido.
Casualmente pasaba por allí un miembro de un grupo político independiente (CUE), que, al ser de noche, no pudo apreciar el muro con detalle, y cuando al día siguiente se acercó para verlo con detenimiento, se encontró con que había sido derribado y se habían colocado los contenedores. Se ve que había prisa por destruirlo, pues la obra quedó parada hasta que acabaron las festividades navideñas.
Pidió explicaciones al Ayuntamiento, y éste le dijo que habían comunicado el hallazgo a la Institución Príncipe de Viana y a los arqueólogos que lo asesoran, los cuales habían emitido sendos informes en los que no daban importancia a lo encontrado.
Informes que nadie ha visto, no se han hecho públicos, y no deben existir, pues humanamente es difícil, y administrativamente imposible, que en fechas prenavideñas se realicen informes entre la tarde de un día y la mañana del siguiente, teniendo en cuenta que en lo referente a una institución pública hay que cursar solicitud, tiene que ser aceptada, trasladarse desde Pamplona un técnico que lo examine, redactar el informe, y enviarlo al Ayuntamiento.
Por otra parte, según la Alcaldía, en los informes se decía que el muro correspondía a la antigua casa de El Ché, lo cual es imposible pues todos los estelleses de más de 55 años recuerdan que ese edificio estaba al otro lado de la calle, como puede apreciarse en la fotografía anterior.
Volviendo a las referencias históricas, Fray Juan Bautista de Galarreta, en su "Relación de la fundación del convento de Santa Clara...", fechada en 1685, nos dice que «Tiene inmediato a sus muros un campo bastante dilatado para la delicia y paseo. Está poblado a los márgenes del río de árboles muy pomposos, que hacen la vista y el paseo muy delicioso, de conveniencia muy grande. Otra porción de este campo está ocupado de huertas curiosamente labradas para criar hortalizas».
Para esa fecha las monjas ya habrían cerrado su huerto. No lo tuvieron fácil, pues hasta entonces no se habían permitido cercas en Los Llanos, fueran de pared o arbolado, porque -dice el Ayuntamiento- «para el adorno de la ciudad» la zona «sirve de desenfadarse, de pasearse y recrearse los vecinos y demás personas que llegan de fuera», y si se levanta pared, será una gran fealdad para Los Llanos, porque quitará la vista desde el río a la ciudad y desde la ciudad al río.
Sigue diciendo que la ciudad «está sita y fundada entre muchas peñas y está rodeada de ellas, de manera que sus vistas y salidas son muy cortas y no hay otra parte adonde los vecinos (...) puedan salir a recrearse y desenfadarse, si no es a los dichos Llanos (...), a donde ordinariamente acuden los vecinos así para tratar y comunicar negocios como para espaciarse».
El pleito, cuya información tomo de la Historia Eclesiástica de Estella, de José Goñi Gaztambide, surge a raíz de que las monjas, hartas de que los jóvenes fueran a inquietarles dando voces, diciendo palabras indecentes, haciendo músicas, abriendo los batientes con palos, asomarse a las ventanas del convento para observar el interior de las celdas y echar en ellas diversos objetos, etc., abrieron zanjas y comenzaron a cercar el convento.
Obras que paralizó el Ayuntamiento, mostrando un exquisito gusto estético, porque «si se diese lugar a que las dichas monjas cerrasen la pieza contenciosa, quedaría el dicho puesto muy ahogado y sin vista, y sería consecuencia para que todos los demás que tienen heredades (...) las cerrasen y se perderían de todo punto los dichos Llanos, que por las dichas causas es bien público universal de la dicha ciudad y de todos sus vecinos que estén de la manera que al presente están y que no se cierre la dicha pieza ni las demás, y también es de muy grande ornato y policía a la dicha ciudad que se conserve el estado presente, porque los dichos Llanos de la manera que están, son una partida y puesto muy deleitoso y que ilustran mucho y adornan a la ciudad».
Recurrida la paralización, los Alcaldes de la Corte, insensibles a los argumentos del Ayuntamiento, mandaron levantar la prohibición y concedieron licencia a las monjas para proseguir y acabar la obra. Así lo declararon sin costas el 19 de abril de 1622. Sentencia confirmada por el Consejo Real.
El testigo antes citado, Juan de Bearin y Sangüesa, considerando escaso el beneficio que del cierre obtendría el convento, añade en su declaración que la endrecera (antiguamente era un vocablo muy genérico que se aplicaba a parajes, términos, barrios, fincas, etc.) que pretenden cerrar está «cerca de los mayores árboles del paseo y de ellos con facilidad les pueden inquietar y sojuzgar todas las veces que salieren a la dicha cerca».
Continúa diciendo que Los Llanos «es uno de los puestos más agradables y deleitosos que en mucha parte se halla, y por serlo tanto, goza el dicho paseo en toda España ser el más particular que hay en ella».
No tenía razón esta persona al negar el papel protector de la cerca, pero sí en cuanto a la utilización de los árboles. Curiosamente, en 1906 la abadesa de Santa Clara pidió al Ayuntamiento que quitara las acacias del camino porque mucha gente sube a la tapia y las raíces causan perjuicio a la fábrica.
Con anterioridad, a mediados del siglo XV las monjas tuvieron otro pleito con el Ayuntamiento por su pretensión de cerrar un majuelo «que ha sido franco y libre para que puedan andar toda manera de gente de día y de noche» y que las monjas -dice el Ayuntamiento- «no pueden ni deben hacer ni hacer hacer cierre en el dicho majuelo de ninguna manera».
Sometida la cuestión a arbitraje, se dictó que el Ayuntamiento debía autorizar el cierre, pero el Alcalde se mantuvo en sus trece, y el Príncipe Carlos de Viana tuvo que ordenar (11-01-1447) que se deje cerrar el majuelo, imponiendo, caso de incumplimiento, una pena de 50 florines de oro.
No arredró la orden ni la multa al Alcalde y jurados, pues casi cuatro años más tarde, Juan II confirmó la orden anterior, y tomó al monasterio bajo su protección.
Pero queda la duda de si el majuelo se cerró, y si se correspondía con la actual huerta, lo que no parece.
Se cercaron los conventos, pero el resto de Los Llanos quedó libre y abierto hasta principios del siglo XX, con la excepción del molino llamado la Casa Blanca, situado en el corazón del paseo, y los edificios que se fueron levantando a la izquierda de la Inmaculada-Andén cuando a finales del siglo XIX se abrió una vía para comunicar la carretera de Tolosa con la de Pamplona.
Fuera de lo citado, sólo había en Los Llanos pequeños abrigos de carrizos a cuya protección sembraban los hortelanos las más delicadas semillas.
Cesáreo Montoya nos cuenta en su obra Estella y los Carlistas. Defensas del fuerte de Estella, publicada el año 1874, que el 21 de agosto de 1873, cuando la guarnición liberal fortificada en el convento de San Francisco estaba sufriendo un feroz asedio que le obligó a capitular, los carlistas variaron el sistema de ataque, «y no cuidándose ya de abrir brecha, se propusieron durante la noche del 20 al 21 incendiar el Fuerte, lanzando al efecto camisas embreadas, cohetes, botellas de aguarrás y de otros líquidos inflamables y pegando fuego al mismo tiempo a los setos de carrizo que dividían las parcelas del regadío de los Llanos para poder a su llamarada ofender con mayor acierto». El espectáculo debió ser dantesco, y, el humo, cegador.
No ha sido ésta la única vez que Los Llanos han sido protagonistas en las guerras. Lo fueron cuando en la Guerra de la Independencia el convento de San Francisco fue usado como fuerte y por su posesión porfiaron franceses y guerrilleros, y bajo la arboleda del paseo Tomás Zumalacárregui fue nombrado jefe del ejército carlista.
Respecto a la francesada, hay una anécdota curiosa: trabajaba en su huerta una mujer (creo que de apellido Zalacáin), cuando se le acercó un soldado francés y comenzó a acosarla. Silencioso el marido, se acercó al gabacho, y con el ojo de la azada le magulló la cabeza. Con la ayuda de otros hortelanos lo enterró en la huerta, a la espera de la resurrección de los muertos, y, desde entonces, el artífice del hecho pasó a ser conocido con un apodo que hasta hace poco perduró en su familia: Magullos.
Ya en siglo XX, Simón Blasco, en sus Memorias de un médico navarro, cuenta que en 1909, al terminar su carrera, con los primeros ingresos «sufragaba los desplazamientos a Estella, para pasar unas cortas vacaciones al lado de mi novia, que luego fue mi mujer». Se alojaba en la Fonda San Julián, «donde generalmente estaban de huéspedes los militares, que turnaban de guarnición en esta plaza, y en el año 1909 dio la coincidencia de estar de hospedaje con el entonces segundo teniente don Emilio Mola Vidal» (Director del Alzamiento Nacional de 1936), con el que «salía a pasear por el paseo de Los Llanos».
Costumbre muy socorrida por la burguesía hasta los años 70. He conocido personas que, todos los días, antes de comer se daban la vuelta a Los Llanos conversando o tratando de negocios.
Francisco de Eguía y Beaumont, tantas veces citado, es la primera persona que nos habla de las excelencias del paseo. Nos dice que sus árboles «viven tan hermanados que se abrazan con las ramas uniéndose por defender con ellas la república de las flores que viven en sus tiendas y militan debajo de sus banderas verdes, que tremola el aire contra el sol que en el agosto procura con sus ardientes rayos quitarles la vida que les dio en la primavera».
Continúa señalando que el agua se ve «por entre los celajes de las hojas, por la parte misma que entra el sol a mirarse en ella escasamente (...). Haciendo trampantojos a la vista parece cintillo de diamantes, y los árboles penachos que se levantan sobre rosa de esmeraldas».
Hace un elogio de los ruiseñores, y cuenta que «no enoja en este valle el sol, ni el sereno ofende, porque las ramas de la alameda se entremeten unas con otras, oponiéndose en forma de gigantes de cien manos» al paso del sol y el viento.
Nos habla de una fuente, de agua muy fría, que nace en las orillas del río y que en ellas mismas muere, «cercada, en forma circular, de gradas de piedra de sillería y coronada de árboles y fresnos» (creo que se refiere a la que a principios del siglo XX se le llamaba la fuentica. Pequeño manantial que brotaba a la orilla del río a unos ocho metros de la actual pasarela, que en tiempos en los que el agua corriente no existía y se bebía cogiéndola del río, balsas o acequias, debía tener gran aceptación, máxime estando en el paseo. De la construcción que menciona nada ha llegado a nuestros días, salvo que a ella correspondan los bancos que llamamos media luna).
Y termina diciendo que «salen los vecinos a gozar la frescura de estos Llanos (teniendo la denominación de su llanura) las tardes y las mañanas, seguros de gozarla sin presiones del cansancio (...) porque están en contorno de las casas».
Baltasar de Lezáun y Andía, en sus Memorias históricas de la ciudad de Estella, obra fechada en 1698, nos cuenta que «Las riberas de este río (el Ega) a la parte norte vestidas de álamos corpulentos y copudos, ofrecen los tan celebrados, como nunca bien ponderados, paseos o Llanos, cómoda estancia aún para los mayores rigores del estío; siendo tal su delicia en las primaveras, que dificultosamente se hallará sitio igual en España».
Casi un siglo después, el Padre Flórez, que visita Estella en 1766, señala que «el río es muy bello, por las arboledas de huertas y álamos que forman un deleitable y largo paseo a la orilla del río y piso llano, con alfombra de yerba. Llaman a este paseo Los Llanos».
Y ya en época moderna, Mañé y Flaquer, en su obra de los años 1878-80, El Oasis: viaje al País de los Fueros, en su recorrido por Estella escribe: «tomemos el Paseo de los Llanos, uno de los más hermosos de España, hasta llegar al Portal de Santiago. Este paseo forma un semicírculo, siguiendo la orilla izquierda del Ega. Dentro de este semicírculo están encerrados el convento de monjas de San Benito y el de las de Santa Clara, sentados en un terreno llano y fértil, que el buen cultivo convierte en delicioso jardín». Palabras que, citándolo, repite casi textualmente Pedro de Madrazo en su obra Navarra y Logroño, año 1886.
Finalmente, Sebastián Iribarren, en su obra Apuntes sobre la Historia antigua de Estella, del año 1917, dice que a la margen del río «se ve un delicioso paseo, de los mejores de Navarra por su situación y condiciones, llamado de los Llanos; sus frondoso árboles y su posición, hacen que no se sienta el calor durante el rigor del estío».
marzo 2009