La Guerra de la Independencia en Navarra (IV)

              Tierra Estella, base de la guerrilla de Espoz y Mina

Con Longa en Lumbier y 2ª acción de Arlabán. Chapalangarra, bloqueo de Pamplona y muerte de Cruchaga

Los franceses, tras los combates, recogían sus heridos y los llevaban en carros o a lomos de caballo a hospitales donde practicaban una avanzada medicina.

Los guerrilleros, por el contrario, los transportaban de mala forma (uno a cada lado de la mula, sobre cajones, tablas, parihuelas, en féretros, a hombros de compañeros...), ocultándolos para que no cayeran en poder del enemigo, y los distribuían por los pueblos o los ingresaban en precarios hospitales perdidos en las montañas, donde eran curados por practicantes, barberos, o médicos sin preparación.


Narcué, en el valle de Lana. En el centro, en primer plano, con el tejado rojo y habilitada hoy como vivienda, una dependencia de Casa Asarta que durante las guerras del siglo XIX fue utilizada como hospital de guerra. Llama la atención el maderamen de su tejado.

Con medios rudimentarios y una medicina poco desarrollada, se calcula que fallecía el 75% de los heridos graves, aunque éstos sólo tuvieran rotos los brazos o las piernas. La práctica habitual de aquellos cirujanos consistía en extraer el proyectil con una tenacilla llamada sacabala, que en la mayoría de los casos sólo servía para ensanchar la herida y provocar infecciones que acababan en septicemia (así murió Zumalacárregui). En el hueco metían hilas empapadas de un bálsamo elaborado a base de aceite y vino, y cubrían la herida con vendas empapadas en vino. Los únicos desinfectantes conocidos eran la sal y el vinagre, y, a veces, el sulfato de cobre.

Para las amputaciones, con instrumentos calentados en agua hirviendo (creían que de esa manera el dolor era más soportable) el cirujano cortaba la carne hasta dejar el hueso al descubierto, y una vez serrado cauterizaba el muñón con un hierro rusiente. La anestesia no existía, y las operaciones se realizaban, sin ninguna asepsia, en cocinas, graneros o cuadras.

Cuando se presentaba la gangrena, arrancaban las carnes podridas con pinzas, e introducían en el agujero una mezcla de quina en polvo y jugo de limón que hacía ver las estrellas.


Óleo de Jean Baptiste Debret en el que Napoleón presencia una caravana de enemigos heridos en la batalla de Austerlitz.

Las enfermedades más comunes entre la tropa eran las fiebres tercianas o cuartanas (las intentaban curar aplicando sangrías o a base de parches de hollín y espíritu de vino puestos en las muñecas), la sarna y la blenorragia.

El militar francés Lejeune dice que «la sobriedad con que vivían los guerrilleros era causa de frecuentes jaquecas, y cuando el dolor era muy intenso metían la mano en agua hirviendo y, así que se hinchaba, cortaban con una navaja la vena más prominente, dejaban correr una sangría abundante y, aliviados con eso, cauterizaban la herida con yesca encendida y tornaban a seguir la ruta».


Napoleón visita a los heridos de la batalla de Essling, cuadro de Charles Meynier.

Si Napoleón dijo que «un ejército marcha sobre su vientre», dando a entender que lo principal es su alimentación, vestido y alojamiento, para ser un buen guerrillero era «preciso tener el corazón de un león, los pies de una liebre y el vientre de una mosca». Es decir, ser valiente, ligero y frugal.

Del valor casi suicida de nuestros guerrilleros, poco más puedo decir. De su resistencia, asombra saber de sus largas caminatas de 75 y 90 kilómetros, un día sí y otro también, monte a través, sin apenas comer, mal dormidos y medio descalzos, bien huyendo del enemigo o para caer sobre él.

Respecto a frugalidad, tenían por costumbre desayunar con aguardiente para matar el gusanillo, y engullir una ración de aguardiente y pan antes del combate. Muchas veces los voluntarios protestaban porque «¡No queremos pan y aguardiente, sino cartuchos! ».

Lógicamente, cuando tenían ocasión se desquitaban dándose grandes atracones, y los pueblos, que se veían obligados a proveerles de todo, los agasajaban cuando podían, lo que enervaba a unos franceses que los encontraban vacíos de gente y víveres.


Napoleón pasa revista a la Guardia Imperial antes de iniciarse la batalla de Jena, 14 de octubre de 1806. Cuadro de Horace Vernet, museo de Versalles.

La talla media del guerrillero navarro era de 1,49 metros, y resultaba muy chaparro en comparación con los soldados franceses, cuya talla mínima era de 1,67 metros, o con los 1,83 metros de la Guardia Imperial. La mayoría era analfabeta, y abundaban los pecosos, hoyosos de viruela, y los que llevaban la frente y las cejas surcadas por huellas de pedradas.

Los guerrilleros peleaban como fieras por conseguir botín (caballo, fusil, carabina, ropa o calzado, generalmente) y, cuando nada de eso se esperaba, por odio y venganza. Sus ataques iban acompañados por una sarta de amenazas, bravatas e insultos que lanzaban a los enemigos y con los que se estimulaban.

Pero no se oían blasfemias: la interjección típica en España era ¡carajo! en los hombres, y ¡caray! en las mujeres. Era tan común, que el pueblo decía que «San Carajo era el patrón de España», y los franceses daban a los soldados españoles el apelativo de carajós.


Grabado caricaturesco de James Gillray, publicado en 1808. En él se ve al pueblo español, encabezado por el clero, atacar a las fuerzas francesas con la ayuda de soldados ingleses.

En cuanto a la forma de combatir, mientas los franceses peleaban con estricta sujeción a las ordenanzas, los guerrilleros luchaban «a su aire y a la buena de Dios». Como escribió el barón Thiébault, «Cien disparos de fusil tirados en línea no hieren a menudo a un hombre. Pero diez disparos hechos aisladamente matan o hieren a muchos».

Con frecuencia los combates se dirimían a bayoneta limpia (hincándola en el vientre y desprendiendo la víctima con una patada), a culatazos, puñetazos, y a navajadas (no había español, de la condición que fuera, que no llevara navaja en la faja) o mordiscos.

Careciendo de instrucción, nuestros guerrilleros eran duchos en conocer, poniendo el oído en tierra, si quien se acercaba era la caballería, la infantería, o convoyes de carros o cañones; distinguir la caballería de la infantería por el polvo que levantaba en el camino; emboscarse tras un árbol o una mata; parapetarse tras un ribazo o una piedra; no agachar la cabeza ante el silbido de una bala o granada; utilizar la culata del fusil como maza; sacar brillo a la bayoneta restregándola con la hierba llamada cola de caballo, o mellar su corte para que fueran mortales sus heridas.

Creían que daba suerte el santiguarse con el primer cartucho antes de meterlo en el cañón. Pensaban que mezclar algo de pólvora con el aguardiente les daba más bravura y energía, y empapaban de sangre las suelas de las alpargatas para ponerlas «duras como el hierro».

Pocas veces dormían a cubierto, y aún menos en colchón. La mayoría de las noches las pasaban descansando sobre el duro suelo, a veces nevado, o al calor de las hogueras. Y después de un combate o una marcha, cuando llegaban a un pueblo y nadie les perseguía, descansaban jugando a la pelota o bailando. Sabiendo que qualque día les llevarían con los pies p'ailante, gozaban del momento que les tocaba vivir.


Tropas regulares de la época, según el relieve de la tumba del Conde de Gajes, en la catedral de Pamplona.

Volviendo a las correrías de Espoz, el 17 de octubre destroza completamente en Plasencia de Gállego una columna de italianos. A resultas de esa victoria la Regencia lo nombra brigadier de infantería, y concede el grado de coronel a Cruchaga.

En diciembre de 1811 se aproxima a Zaragoza, deja una pequeña tropa que atrae la atención de la plaza, y sube a conquistar Huesca, consiguiéndolo después de minar el edificio donde se encuentra la guarnición.

De regreso a Navarra recibe la visita del general Mendizábal, al que acompaña el célebre guerrillero vizcaíno Longa al mando de sus Húsares de Iberia. Era la primera vez que Espoz veía a su superior, y éste pudo apreciar el coraje conque los navarros peleaban.

Sucedió que el 11 de enero de 1812 se dirigía Abbé hacia Sangüesa al mando de 2.000 infantes, 100 caballos y dos piezas de artillería. Enterado el guerrillero, sin dar tiempo a que descansara y se alimentara su tropa, recién llegada de Huesca, sale a su encuentro situando su fuerza en las alturas de Liédena y Rocaforte.

Los dos regimientos que ocupaban los cerros de Liédena mantenían con ventaja sus posiciones, pero el enemigo, que había ganado una altura próxima, con dos cañones disparaba a la caballería de Longa (la de Espoz seguía en Aragón y tardó varios días en llegar).


Batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815, pintada por Sadler.

Espoz dio orden al 2º Batallón de que trepase y destruyese los cañones. La gente de Cruchaga, con los oficiales a la cabeza, comenzó a escalar la loma, arma al brazo, a paso de carga, sin romper filas ni disparar un tiro, mientras les llovían los proyectiles causándoles muchas bajas. Marchaban tan resueltos, tan impasibles -copio a Iribarren-, que el general Mendizábal gritó a Espoz:

-¡Don Francisco! ¡Aquella tropa se pasa a los franceses!

Sin poder reprimir su irritación, Espoz le replicó:

-Mi general. Mis soldados no se pasan al enemigo; ellos llevan marcado lo que deben hacer y lo harán.

«Dicho esto -escribe Espoz-, verlos apoderados de los violentos (se refiere a los cañones), maniobrar en retirada los franceses al ver tanto arrojo y valentía, y avanzar mi tropa del frente y la izquierda, matando y destrozando cuanto hallaba por delante, todo fue obra de un instante y se cantó la victoria» dejando los franceses entre 300 y 400 muertos mientras que la División, entre muertos y heridos, sólo tuvo 300 bajas.


Batalla de Somosierra, al comienzo de la guerra. Óleo de Janvier Suchodolski. El desarrollo y desenlace de esta batalla fue el opuesto al de la batalla de Liédena que se narra en el texto.

El general Mendizábal felicitó a los oficiales de la División por su bravo comportamiento, y en el parte que dio a la Regencia, dijo jubiloso: «La División navarra se ha cubierto de gloria en la batalla de esta tarde... El orgulloso enemigo se presentó en la orilla derecha del río Aragón, y los batallones de voluntarios en columnas de ataque, mandados por el brigadier Espoz y el coronel Cruchaga, lo arrollaron y envolvieron en las dos alas, mientras con la caballería de Húsares de Iberia su comandante Longa atacaba el centro... De los tres jóvenes guerreros, Espoz, Cruchaga y Longa debe esperar la Patria días tan gloriosos como dieron a la nación en el siglo XV Antonio Leiva y el conde Pedro Navarro».

Según testigos presenciales, Mendizábal dijo comentando la batalla: «La fama pregona que siempre vence Espoz; ya no lo extrañaré yo desde que le he visto pelear; la ciencia militar es falible colocada en la cabeza del mejor general del mundo; pero es cierto que el mayor coraje siempre ha vencido en las mayores batallas». A raíz de esta victoria el general Mendizábal ascendió a Longa al empleo de coronel.


Calle Mayor de Sangüesa en la actualidad.

Terminada la batalla, los dos primeros batallones se quedaron a descansar en Puente la Reina, el 3º se acantonó en Estella, el 4º pasó a Lumbier, y el 5º, al mando de Dos Pelos, rindió la guarnición de Lodosa y con el grano que pudo coger se retiró a Estella.

A principios de febrero llegó a Sangüesa, mandada por Soulier, la llamada Columna Infernal del Ejército de Aragón. Soldados de estatura descomunal, dijo Espoz de ellos: «Brillantes e imponentes figuras; de cada uno de los infernales podía hacerse voluntario y medio de mi división; pero cada uno de éstos tenía de alma como una y media de los infernales, y el alma es la que vale en actos de arrojo».

Vencedores en numerosas batallas, estaban tan engreídos que su jefe dijo en Sangüesa «que no había de parar hasta destrozar a la División navarra o hasta hacerla correr en dispersión por las montañas».

Conocedor Espoz de la bravata, hizo que el 4º Batallón penetrara por sorpresa en la ciudad, disparando y armando gran algarabía cuando los franceses dormían, lo que provocó la estampida de los Infernales que, llegados al llano donde Espoz los esperaba, fueron totalmente derrotados.

Dando cuenta de la derrota, Soulier envió a Suchet una carta que decía: «Principió la batalla con ventajas y señales de terminarse a mi favor; pero reunidos los contrarios, me acometieron con tanto ardor y furia, que en un momento desarreglaron el buen orden de mis filas. Su caballería me hizo entonces un degüello considerable (...). Perseguido por lanzas y bayonetas, me retiré a Sos (...). Mi columna ha perdido más de 600 plazas y no se halla en estado de poder batirse contra los insurgentes de Navarra. Confieso (...) que los brigantes de este Reino merecen el nombre de soldados aguerridos, que pueden competir con los primeros de nuestros ejércitos, pues se conoce que con las continuas batallas y victorias han perdido el miedo a nuestras armas».


Las campañas de Rusia y España fueron desastrosas para el ejército imperial. En ellas, la forma de combatir fue distinta: en la Península Ibérica la guerrilla destrozó las fuerzas napoleónicas; en Rusia el ejército del Zar fue retirándose, destruyendo en su repliegue campos, cosechas y ciudades, de manera que Napoleón, en su avance, sólo encontró ruinas y campos devastados. Al entrar en Moscú la ciudad, con todas sus casas de madera, ardió por los cuatro costados, y al no poder establecer contacto con el Zar tuvo que retirarse.

En la segunda mitad de noviembre de 1811 Espoz bloquea Pamplona rodeándola de pequeñas patrullas que impiden la llegada de alimentos y leña, y mediante la creación de la Auditoría de Navarra (tribunal que administraba justicia -según Espoz- en nombre de Fernando VII), o directamente, fusila o corta las orejas a cuantos se atreven a desafiar sus órdenes.

En la primera quincena de julio del año siguiente, el bloqueo aún lo hace más efectivo al quemar todos los carros de la Cuenca (entorno agrícola de la capital) «para evitar que llevasen carbón y otros artículos a la Plaza». Con todo ello, «nadie se movió de su aldea», y la ciudad quedó totalmente desabastecida. Situación que se prolongó hasta el final de la guerra.

Para romper el cerco, a principios de 1812 llegó Caffarelli («el más valiente de los generales franceses») al frente de 3.000 infantes y 300 jinetes, y pronto salieron dos columnas en persecución de la División de Navarra. La primera, al frente del citado general, fue hacia Sangüesa, siendo derrotada en medio de un fuerte temporal de nieve. La segunda, al mando de Abbé, se encaminó a Tierra Estella, y sufrió tal acoso que en las Améscoas tuvieron que requisar 500 animales para transportar los soldados estropeados.


«No se puede saber por qué», grabado de Goya de la serie «Los desastres de la guerra».

Los gabachos, apurados por «las dificultades para proveer la Plaza de todo lo necesario, dieron (...) la orden de que todos los habitantes de las inmediaciones concurriesen a la Ciudad, so pena de ser tratados como brigantes».

Y, para reforzar la medida, el 4 de julio Mendiry encarceló en las Recoletas a 21 hombres y 16 mujeres de las aldeas de la Cuenca «para obligar a los demás a que concurran a la Ciudad», y el 16 de julio efectuaron una salida al valle de Echauri para obligar a los aldeanos «a comunicar con la Ciudad», llevándose presas a 249 personas de todas clases «hasta que sus parientes las reclamen».

Pero nada consiguieron: a pesar de las amenazas y los fusilamientos, los aldeanos no se atrevían a machar a Pamplona, y de la plaza, para ingresar la mayoría en la guerrilla, salían cuantos jóvenes podían.


Retratos de Napoleón. Arriba, a la izquierda, disolviendo la Asamblea Nacional;  a la derecha, como primer cónsul. Abajo, a la izquierda, como emperador y legislador; a la derecha, como rey de Italia.

Siguiendo con el bloqueo, cuando en agosto de 1812 se dirigía una columna de 500 infantes a recoger el trigo recién cosechado, fue derrotada y puesta en fuga entre Cizur Mayor y Astráin.

Para vengar la afrenta y hacerse con los víveres, el coronel Luneau salió con 2 cañones, 1.200 infantes y 200 jinetes. Espoz, le acometió en Astráin, obligándole «a abandonar el pueblo y retirarse a Cizur en completa derrota», dejando más de un centenar de muertos, y abandonando los 200 sacos de trigo que transportaban.

Durante este combate, el voluntario de infantería Sebastián Urra, natural de Murillo de Yerri y residente en Azcona, «salió a desafío con un húsar francés (Urra a pie y el húsar a caballo), siendo el infante vencedor, y la resulta fue apoderarse del caballo y vestirse las ropas del húsar, sin que los franceses lo hubiesen resistido, por haberse ejecutado el desafío de conformidad de las dos partes y en su presencia».

Propietario del caballo, Urra ingresó en la caballería. Tiempo después, este soldado, peleando entre Puente la Reina y Belascoáin a la vez contra tres franceses, mató a los tres y se apoderó de sus caballos.


Vera (Bera) del Bidasoa, donde nació Juan Fermín Leguía, cuya gesta refiero a continuación.

Saltando en el tiempo, y por citar otros hechos notables, en enero de 1813 se distinguió en los campos de Barásoain el teniente de Caballería, natural de Pamplona, Juan Ignacio Noáin, acometiendo a tres soldados y al comandante de la vanguardia francesa del general Abbé, quedando ileso tras dar muerte al jefe.

El mismo año, en Tiebas, una bala de cañón segó el pescuezo del caballo que mandaba Pedro Antonio Barrena, comandante del 2º Batallón. «Rodaba por el suelo la cabeza del caballo, y el resto del animal se sostuvo en pie -cuenta Espoz-  y permaneció así sin moverse y sin que el jinete experimentase gran sensación ni dejase de mandar, ni hiciese el más leve movimiento para dejar su asiento, hasta que le trajeron otro caballo. Entonces se apeó con mucha calma, y como a la máquina sobre que permanecía le faltó sin duda el equilibrio, vino en aquel instante a tierra».

Pero una de las hazañas más señaladas la protagonizó la noche del 11 de marzo de 1813 Juan Fermín Leguía, beratarra de 26 años, que en compañía de quince voluntarios escaló con ayuda de clavos y cuerdas la muralla del castillo San Telmo, o de los Piratas, en Fuenterrabía, apresó a la guarnición, lo incendió, tiró al mar más de 4.000 balas de cañón, y se llevó gran cantidad de material. Espoz premió su hazaña ascendiéndole a teniente, y pidió al Gobierno que premiase a los mozos que lo acompañaron.


Napoleón en el escenario de una batalla, óleo de autor desconocido.

El 18 de agosto, dos días después de la derrota entre Astráin y Cizur, como en Pamplona no tenían «carne para más de un día, ni una raja de leña que echar al fuego», Abbé salió para Tafalla al frente de 1.600 hombres y cuatro cañones, con el fin de transportar los suministros y retirar los efectivos de las guarniciones de Lodosa y Caparroso.

Cuando tres días después regresaba a Pamplona, Espoz le atacó con 2.400 soldados, y el ataque, muy encarnizado y sangriento, duró varias horas. El castillo de Tiebas, que defendía el 5° Batallón, «fue tres veces perdido y recuperado por los alaveses, luchando a la bayoneta contra fuerzas triplicadas». El 4º Batallón, que desde Aóiz oyó los cañonazos, acudió en ayuda de Espoz, y Abbé se retiró a Pamplona siendo hostigado hasta las puertas de la ciudad.


Después de Pamplona y Tudela, Tafalla, con 3.800 habitantes, era la plaza más importante que los franceses poseían en Navarra, y principal base de los destacamentos encargados de cobrar contribuciones. En ella tenían el mayor depósito de grano. Espoz la atacó con cañones el 6 de febrero de 1813, capitulando la plaza el día 10. Ocupada Tafalla, Espoz  mandó demoler el palacio real e incendiar el de Olite. Fueron actos arbitrarios y sin posible justificación, pues en ellos nunca hubo guarnición francesa. En el caso de Olite, parece que lo hizo como venganza hacia su alcalde perpetuo, y acérrimo enemigo, el conde de Ezpeleta.

En el parte que envió al general Mendizábal, Espoz dice que «Abbé fue herido levemente, y lo fueron también dos generales que le acompañaban. Dos comandantes de batallón fueron muertos, y el de renegados españoles, Chacón, que al día siguiente fue enterrado en Pamplona. Se han hallado en el campo 17 oficiales y pasados de 300 soldados muertos... Los mismos oficiales franceses dicen que el fuego de los míos puede compararse al que sufrieron en Austerliz y Marengo: están aterrorizados».

Y los franceses reconocieron que su Gendarmería en Navarra (eran las tropas más selectas de su Ejército y, comparados con ellos, las tropas de línea no pasaban de ser inexpertas y bisoñas) había quedado casi aniquilada y «apenas podían poner en línea 80 jinetes en estado de pelear».

Ocho días después salió Abbé de madrugada al monte de Tajonar, en busca de leña, al mando de 3.000 infantes, 300 jinetes y alguna pieza de artillería. Fueron sorprendidos en plena faena, y los imperiales se vieron obligados a retirarse acosados con bayonetas y lanzas. El francés ya no se atrevió a salir de Pamplona; pidió refuerzos, y se limitó a talar los árboles próximos a la capital.


Napoleón, en la estepa rusa, regresando a su país. Cuadro de Jean Louis Meissonier. Entró en Rusia con unos 500.000 hombres, de los que sólo sobrevivieron unos 30.000.

Cuatro años de guerra, con la consiguiente escasez de cosecha y brazos para cultivar la tierra, el sacrificio del ganado vacuno para alimentar a las tropas, la requisa de bueyes para transportar convoyes y para carne (sólo durante el primer Sitio de Zaragoza 17 localidades de las merindades de Olite y Estella tuvieron que entregar 300 bueyes para alimentar a los sitiadores), de caballos por la guerrilla, y de mulos (escasos en aquella época) para el servicio de bagajes, ocasionaron una hambruna general en España, y el año 1812 pasó a ser considerado el Año del Hambre.

En Navarra no alcanzó la proporción de Madrid, donde la gente moría de inanición en las calles, y se contabilizaron más de 20.000 víctimas (en aquella hambruna nos enseñaron los franceses a comer la patata, hasta entonces, en España, alimento para cerdos).


«El hambre en Madrid», cuadro de Aparicio que Mesonero Romanos cita en su obra «Memorias de un setentón».

Tras «cuatro años de guerra encarnizada -dice Mesonero Romanos, testigo presencial, en su obra "Memorias de un setentón"-, en que, abandonados los campos por la juventud (...); las escasas cosechas, arrebatadas por unos y otros ejércitos y partidas de guerrilleros; interrumpidas además casi del todo las comunicaciones por los azares de la guerra y lo intransitable de los caminos, y aislada de las demás provincias la capital del Reino (...), el hambre cruel, no sufrida acaso en tan largo período por pueblo alguno, y con tan espantosa intensidad (...) que llegó a amenazar la existencia de toda la población»,  padeció Madrid desde el verano de 1811 hasta que los franceses lo abandonaron el 12 de agosto de 1812 a consecuencia de la batalla de los Arapiles.

«En vano el pan de trigo candeal (...) fue sustituido por otro mezclado con centeno, maíz, cebada y almortas; en vano se adoptó (...) la nueva y providencial planta de la patata, desconocida hasta entonces en nuestro pueblo; en vano se llegó al extremo de dar patente de comestibles a las materias y animales más repugnantes; la escasez iba subiendo, subiendo, y la carestía en proporción, colocando el necesario alimento fuera del alcance, no sólo del pueblo infeliz, sino de las personas o familias más acomodadas.

Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública (...); este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados (...), a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. Bastárame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos.

Mi padre (...), que recorría diariamente, casa por casa, las más infelices moradas (...), día hubo, por ejemplo, que habiendo tomado nota en una buhardilla de los individuos que componían la familia hasta el número de ocho, cuando volvió al siguiente día para aplicarles las limosnas correspondientes, halló que uno solo había sobrevivido a los efectos del hambre en la noche anterior (...). Y arrastró al sepulcro, según  los cálculos más aproximados, más de 20.000 de sus habitantes».


El Coloso, cuadro atribuido a Goya que simboliza el levantamiento del pueblo español contra Napoleón. Hace pocos meses una conservadora del Museo de Prado ha puesto en duda esa autoría, y lo atribuye al valenciano Asensio Juliá, llamado El Pescadoret.

En marzo de 1812 llegó Dorssene (general inepto, según dice Baroja en "El escuadrón del Brigante": «como no sabía atraerse a la gente, consideró el summun de su política la crueldad. Ahorcaba a cuanto aldeano se encontraba en el campo por delaciones y vagas sospechas de relación con los guerrilleros») con un doble cometido: destruir a Mina, e incorporar Navarra y las provincias de la izquierda del Ebro al imperio francés (ya lo intentó en febrero de 1810, nombrando al general Dufour gobernador del Gobierno de Navarra), con lo que Francia habría realizado el sueño de Carlomagno y habría revertido la situación creada en 1512.

La negativa de las autoridades navarras, unida a la oposición de los ministros del rey José y al desarrollo de la campaña rusa, impidieron que llevara a cabo su propósito.

Contrariado, Dorssene trató de cambiar todo el sistema administrativo y judicial del viejo Reino, pero no tuvo tiempo: requerido por el Emperador pasó a Francia, y el mando del Ejército del Norte recayó en Caffarelli.


Una de las puertas de la villa de Los Arcos.

En aquellas fechas Espoz recibió el aviso de que un valioso convoy escoltado por 2.000 infantes y 150 jinetes, que llevaba 400 prisioneros y en el que viajaba el secretario del rey José, iba a salir de Burgos camino de Francia.

Dejando en Bigüézal dos batallones, se reunió con Cruchaga en Los Arcos y, haciendo creer que se dirigía al Pirineo, partió hacia Arlabán para asaltar el convoy.

Si en la anterior sorpresa atacó en la parte alavesa del puerto, para la segunda eligió la cumbre y la mitad de la vertiente opuesta. En cuanto a municiones, escasas desde que Suchet sitió Valencia, repartió dos cartuchos por guerrillero, lo que consideró suficiente: «para vencer y vencer pronto en las acciones de sorpresa conviene gastar poca munición: el golpe primero (la primera descarga) que aturda, y la bayoneta en seguida», dice en sus Memorias.

Escarmentados del anterior asalto, los franceses habían reconstruido y reforzado las defensas del puerto, y marchaban tan confiados que cuando comenzó el ataque llevaban descargadas las armas (a partir de esta segunda sorpresa, los convoyes franceses llevaban descubiertas de hasta 2.000 hombres encabezadas por renegados que conocían el país y las costumbres de los guerrilleros).

A la cabeza del convoy marchaban 300 granaderos de la Guardia Imperial y un batallón de polacos. Después venía el grupo de prisioneros, seguido de los carruajes, y cerraba la marcha otro batallón de polacos seguido de una pequeña escolta.


Grabado francés que recoge el asalto de la guerrilla a un convoy.

Comenzó el ataque entre las ocho y las nueve de la mañana del 9 de abril de 1812. Según cuenta Espoz, «su demasiada extensión no permitió abarcar a la vez (...) toda la columna de escolta; pero (...) a la general descarga de mis batallones; y antes de corresponder al tiro, se vieron los enemigos con las bayonetas de mis valientes al pecho. La vanguardia enemiga toda quedó tendida (...), y no hubiera quedado con vida un francés ni polaco (...) a no haber tomado el partido de huir».

Andrés Martín dice que el enemigo, aterrorizado y confuso por el súbito ataque, «abandonó los prisioneros y el convoy, y principió a correr con dispersión hacia el fuerte o caserna de Arlabán (...) En este lance los nuestros degollaron a discreción, y hubieran concluido con toda la columna, si no hubieran estorbado para ello el temor de ofender a la inocente masa de prisioneros españoles y el gran número de carros y bagajes que extendidos por el Camino Real impidieron dar alcance al resto de la columna».


Escudo de José Bonaparte como rey de España.

Las bajas de la guerrilla no pasaron de 30 muertos, y el éxito fue rotundo: el secretario del rey José murió de un sablazo, se cogió el convoy, dos banderas, la caja del regimiento polaco nº 7, ocho tambores, las cartas del rey a Napoleón, y cantidad de joyas (las que llevaba el secretario valían entre 700.000 y 800.000 francos) que encomendaron a Dos Pelos y desaparecieron misteriosamente (Espoz cree que volvieron a manos francesas).

Entre la correspondencia capturada había una carta del rey José pidiendo a su hermano que lo sacase de España. En otras dos, dirigidas a su esposa, le rogaba que interviniese cerca del Emperador para que aceptase su renuncia a la corona y le dejara abandonar Madrid para establecerse en el Mediodía de Francia o en la Toscana.


Arriba, guerrillero de los primeros tiempos, con arcabuz y puñal,  se toca con un chacó cogido a un "voltigeur" francés. Abajo, grabado que representa a Espoz defendiéndose con la tranca de la puerta mientras su ayudante le apareja el caballo.

De Arlabán pasó a Aragón para hacerse con la guerrilla de Juan Tris, alias el Malcaráu, y en Robles estuvo a punto de ser apresado por 12 jinetes franceses que de improviso se presentaron en su alojamiento.

Mientras su ayudante aparejaba el caballo, el jefe guerrillero se defendió con la tranca de la puerta, y montado en el corcel huyó veloz al encuentro de sus fuerzas.

Cuando poco después llegó Tris intentando justificar su ausencia, lo acusó de haber avisado a los franceses, y lo fusiló en el acto.

Acto seguido se dirigió a los pueblos por los que habían pasado los gabachos, ahorcando a los alcaldes y a un párroco por no haberle avisado del paso de la tropa.


Vista parcial de Estella, a principios del siglo XX, tomada desde la Cruz de los Castillos.

La repercusión internacional que tuvieron las sorpresas de Arlabán hizo que Inglaterra le enviara armas que desembarcaba en los puertos guipuzcoanos.

El 6 de mayo recibió aviso del desembarco de armas en Zumaya. Rápidamente se presentó en Estella, y con dos batallones y la caballería de Cruchaga se desplazó hacia la costa para hacerse cargo del armamento.

Estando en Segura (16 de mayo) recibió la vista del cabecilla Gaspar Jáuregui, quien le informó de que un convoy con municiones, protegido por 2.400 infantes, 160 caballos y 3 piezas de artillería, había salido de Villarreal camino de Vitoria.

Dispuesto a no perder ocasión, aplazó la marcha a la costa y lo atacó entre Beasáin y Ormáiztegui. Cuando Cruchaga iba a ordenar la carga a la bayoneta, una bala de cañón le inutilizó la mano derecha y le destrozó el brazo izquierdo. Al verse herido, se dirigió a los suyos y les dijo: «¡Hijos! Batíos con el valor y la firmeza de siempre. Hoy es el último día y la última acción en que os acompaño, porque Cruchaga es muerto».

Así fue. A los 14 días, después de haberle amputado el brazo, falleció en la sierra de Aralar, a donde lo habían conducido para ponerlo a salvo de una columna enemiga que lo perseguía.


Personas de las que se trata en estos reportajes: arriba, a la izquierda, el Marqués de Ayerbe; a la derecha, el guerrillero alavés Dos Pelos. Abajo, a la izquierda, el roncalés y segundo de la División de Navarra Gregorio Cruchaga; a la derecha, el general Renovales, uno de los primeros en organizar la guerrilla navarra.

Su muerte consternó a toda la División, y llenó Navarra de luto. Cruchaga era héroe a la antigua, valiente y osado; el «bravo entre los bravos», en frase de los franceses. «Morigerado en sus costumbres, sobrio, desinteresado, franco, cautivaba los corazones y era el embeleso y el alma de la División de Navarra», dice Espoz en sus Memorias.

Alto y fornido, simpático con todo el mundo, afectuoso y cordial con sus soldados, cortés y generoso con el vencido, galante con las damas y tierno con los niños, había nacido en 1789 en Urzainqui (Roncal), y a los veinte años se echó al monte participando en más de ochenta combates de los que muy pocos le fueron adversos.

Guerrero de valor temerario, había sido hombre de confianza de Javier Mina, y contaba con un historial superior al de Espoz. Pero reunido con éste en Aóiz, aceptó su jefatura y contribuyó a que las restantes partidas acatasen su autoridad.


«Por qué», de la serie de Goya «Los desastres de la guerra».

Era el terror del enemigo, hasta el punto de que Pannetier, su implacable perseguidor, asombrado de sus dotes guerreras le llamó el Berthier de Navarra. Reille ofreció 4.000 duros por su cabeza, y quemó su casa y las de trece vecinos del pueblo en que nació. Siempre en primera fila, había recibido cuatro gravísimas heridas, y la quinta lo mató.

A su muerte, la Regencia, a propuesta de las Cortes, lo declaró Benemérito de la Patria y acordó que su nombre fuese inscrito con letras de oro en el salón de las Cortes, siendo el primer español que alcanzó tal distinción.

Fue la perdida más sentida, pero no la única: en la merindad de Estella, el 32 por mil de los habitantes de los pueblos computados se alistaron a la guerrilla, muriendo el 29 por ciento. La cifra más alta de entre las merindades navarras.


Vista de Estella a principios de la segunda década del siglo XX. En primer plano, los conventos de San Benito, Santa Clara, Escolapios y Santa Ana, todos ellos en el paraje de Los Llanos. Foto cortesía de Javier Pegenaute.

De alguna forma, el hueco que dejó Cruchaga lo ocupó Joaquín de Pablo, alias Chapalangarra.  Nacido en Lodosa, aparece para la historia en Falces, en febrero de 1810, al frente de una partida de guerrilleros. Ya con el grado de capitán Espoz le encomendó la creación del primer batallón de voluntarios aragoneses, que muy pronto convirtió en uno de los mejores de la División de Navarra.

Este guerrillero, arriscado, impulsivo, fanfarrón, de sangre caliente y venado, el 9 de agosto de 1812, enfrentadas sus fuerzas a las del general Rougier en la acción de Rasal, al terminar las municiones siguió combatiendo a base de pedradas.

Finalizada la guerra, cuando el Gobierno disolvió la División de Navarra y en ésta cundió la deserción, desobedeció repetidas veces las órdenes de Espoz, y éste lo mandó apresar. Cuando era llevado al castillo de Jaca para ser encerrado, en un descuido saltó sobre un caballo y salió al galope hacia Pamplona, refugiándose en casa del conde de Ezpeleta, virrey de Navarra y enemigo de Espoz.

De ahí se dirigió a Estella para hacerse cargo de su regimiento, y con él persiguió a su antiguo jefe apoderándose de los almacenes y caudales de la División de Navarra.


Antigua fotografía de Lodosa. De esta población era Joaquín Romualdo de Pablo y Antón, alias Chapalangarra, cuyo avatar figura en obras de Próspero Merimée y Pío Baroja.

Sin mudársele la cara pasó a ser liberal exaltado, y en la Ribera del Alhama cometió con su columna volante robos, talas y ferocidades sin cuento, dejando tan mal recuerdo que hasta hace pocos años daban en Cintruénigo el nombre de chapalangarras a unos muñecos de paja que quemaban el día de San Juan como si fueran Judas.

Antimonárquico y liberal, fue gobernador militar de Alicante, donde vendió las campanas de la catedral para alimentar a la tropa. Allí resistió a los Cien Mil Hijos de San Luis que entraron en España para restaurar el absolutismo, siendo la última ciudad en mantenerse fiel a la Constitución.


Llegada de Fernando VII al Puerto de Santa María. Cumpliendo lo acordado en el Congreso de Verona, en abril de 1823 entró en España un ejército francés, llamado los "Cien Mil Hijos de San Luis", con el fin de instaurar la monarquía absoluta de Fernando VII. Merced a esa ayuda, el rey restauró el poder absoluto, restableció los señoríos, depuró la Administración, y creó las Juntas de Fe como sucesoras de la Inquisición. Esta situación llevó a los liberales al exilio, desde el que conspiraron para reinstaurar el liberalismo.

Exiliado en Londres, participa en la conjura que en 1830 se forma para acabar con el Gobierno de Calomarde, y cuando el 13 de octubre cruza la frontera por Valcarlos convencido de que por su brillante historial militar y sus convicciones políticas atraería hacia sí a todos sus paisanos, fueran amigos o enemigos, al llegar junto al batallón realista mandado por Francisco Benito Eraso, les grita (lo cuenta Baroja en "Los caudillos de 1830"):

- ¡Navarros!.  Yo  soy  De  Pablo,  Chapalangarra; vuestro  amigo, vuestro paisano. Vengo a sacar a la patria de la ignominia en que se encuentra  Gritad conmigo: ¡Viva España!  ¡Viva la libertad!

Los  realistas   verdaderamente  absortos,  no salían  de  su  admiración  al ver a  aquel loco que se les presentaba indefenso, cuando el teniente del 6º de Ligeros, don Pedro Roca, volviéndose a sus soldados, dijo:

-Voluntarios...  Apunten...   ¡Fuego!

Los soldados dispararon una descarga cerrada y Chapalangarra cayó al suelo,  atravesado de balazos.


El Duque de Wellington en 1839, pintado por George Hayter.

En la acción en la que murió Cruchaga fue herido Espoz. Enterado de ello el comodoro sir Home Popham, cuya flota había traído las armas, le envió un cirujano (el doctor Williams) para que lo atendiese. Y lord Wellington «le ofreció su primer médico para que le operase», pero la bala que hirió su muslo permaneció en él hasta su muerte.

A finales de septiembre Espoz estableció su cuartel general en Estella, donde recibió el mando de las tierras aragonesas a la izquierda del Ebro. Llega el 3 de octubre, y  Abbé, con los refuerzos de Caffarelli y Soulier, dando un rodeo por Tafalla se dirige a Estella, donde está Espoz con el tercer batallón y seis compañías.

Piensan sorprenderle, pero éste, siempre alertado por espías y confidentes, le sale al encuentro en Noveleta (barrio estellés). Esta vez la victoria fue para los franceses, muy superiores en número, que para la ocasión adoptaron tácticas guerrilleras.

Según un cronista galo, «Nuestra columna de ataque puso la bayoneta en el cañón y partió bajo el fuego de los guerrilleros emboscados, a paso de carga y sin quemar un cartucho. Llegados cerca del enemigo, los viejos soldados que la componían se detuvieron, ejecutaron una descarga general y se precipitaron, cabeza baja, sobre los españoles, a los que arrollaron, obligándoles a abandonar la posición (la misma táctica que Espoz utilizó en Arlabán). En este cuerpo a cuerpo, 50 guerrilleros fueron muertos y un gran número heridos. La gendarmería tuvo 4 muertos y 9 heridos. El general Abbé felicitó al coronel Vincent por la brillante conducta de los gendarmes».


Fachada del actual Ayuntamiento, construido a principios del siglo XX sobre las ruinas del convento de San Francisco, que, fortificado por los franceses, incendió Espoz. Foto cortesía de Javier Pegenaute.

Abbé, victorioso, entró en Estella, donde sólo encontró mujeres, pues a excepción de las autoridades todos los vecinos habían huido a los montes. La saqueó «casa por casa y taller por taller», destruyendo los hornos y morteros de elaborar pólvora que los guerrilleros tenían instalados.

Al día siguiente impuso a la ciudad el pago inmediato de una enorme contribución, amenazando con darle fuego por los cuatros costados. Conseguido su propósito, volvió a Pamplona.

Animado por el éxito, el general francés proyectó nuevas salidas. La noche del 10 de octubre fue a Puente la Reina, y de allí se dirigió a Tafalla. Cuando regresaba al frente de un convoy, cerca de Barásoain le salió Espoz por sorpresa y, después de un combate que duró casi todo el día, los franceses se replegaron a Pamplona dejando el camino «sembrado de cadáveres y de [sacos de] grano que desocupaban de los carros para colocar en ellos a los heridos, que junto con los muertos alcanzaron la cifra de 800».

Dos días después, Abbé, al frente de 3.600 infantes, 200 jinetes y tres piezas de artillería, salió en busca de Espoz para tomarse la revancha, recaudar en Tafalla y Estella las contribuciones extraordinarias que había impuesto, y llevarse el vino de la ciudad del Ega.


Vista de Puente la Reina. El puente del siglo XII, la calle Mayor y, al fondo, la torre de la iglesia de Santa María.

Después de descansar en Tafalla, pernoctó en Estella, y el día 15 se puso en marcha hacia Pamplona. Abbé sabía que Espoz estaba en Puente la Reina, pero mal informado sobre sus fuerzas, y creyendo que los guerrilleros carecían de munición, animaba a su gente diciéndoles que ese día caería el jefe de los brigantes.

Poco le duró la euforia. A la altura de Mañeru sufrió una carnicería espantosa, y subiendo al monte de Santa Bárbara, por los pueblos de Guirguillano y Artazu bajó a Puente la Reina para regresar a Pamplona, donde sus tropas, aspeadas y maltrechas, entraron a las seis de la madrugada.

Espoz dice que Abbé perdió «tres caballos y que pudo escapar disfrazado con una ropa de vieja». Fue la mayor matanza que le infringieron nuestros voluntarios: sólo en jurisdicción de Mañeru se enterraron 435 franceses, entre ellos el coronel y toda la plana mayor del regimiento 105º, que fueron degollados, y 29 oficiales de diferentes cuerpos.

En la acción fueron liberados 26 presos que llevaba de Estella a Pamplona, y la ciudad del Ega informó que a consecuencia de la derrota: «no se arrimó a esta ciudad ni se vieron tropas francesas en medio año».


Algunos retratos de Napoleón. Arriba, a la izquierda, como Emperador, sentado en el trono; a la derecha, dirigiendo sus tropas en Arcole. Abajo, a la izquierda, con expresión de rabia y tristeza después de su definitiva derrota en Waterloo; a la derecha, camino de su destierro en Santa Elena.

Dos derrotas en pocos días, y la escasez de víveres en la capital, pusieron a los franceses en una situación desesperada. Abbé, en carta a Bessières, le comunicaba que «si no se proveía a Pamplona de los artículos necesarios, el Ejército del Norte corría el riesgo de perder esta plaza, punto el más importante en las actuales circunstancias».

Por su parte, éste último escribió a Caffarelli: «El general Abbé casi siempre es derrotado y apenas se concibe cómo pudo serlo el 15 de este mes, llevando consigo una columna de 3.600 hombres y artillería. Las tropas le acusan de fatigarlas desmedidamente y de conducirlas en ayunas ante el enemigo, y los habitantes se lamentan de la dureza de sus formas y de su excesiva severidad».

(continuará)

octubre 2008

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© Javier Hermoso de Mendoza