Tierra Estella, base de la guerrilla de Espoz y Mina
Actividad guerrillera y represión. 1ª acción de Arlabán
Después del desastre de Belorado toma Espoz el mando de los restos de la División de Navarra, y el 16 de noviembre, fresca aún la tinta en los carteles que anuncian el fin de la guerrilla, asalta y se apodera en el Carrascal de un convoy de 100 barriles de pólvora que se dirigía a Zaragoza. Una vez más, la guerrilla, como el Ave Fénix, resurgía de sus cenizas. Ya lo decían los franceses: «Córteselos en dos, y dos navarros surgirán contra usted».
O como León Tolstoi pone en boca del Príncipe Andrei en su obra La guerra y la paz, «En ocasiones, cuando no hay un cobarde que grite ¡Estamos copados! y eche a correr, sino un hombre valeroso y de buen humor que grita ¡Hurra!, un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como ocurrió en Schoengraben; otras veces, cincuenta mil hombres huyen delante de ocho mil, como en Austerlitz».
Termina 1810 derrotando Espoz a una columna que se encamina a cazarlo en Lumbier. Los franceses intentan la revancha, y el 12 de enero se presenta ante la villa un contingente de 2.000 infantes, 300 caballos y varios cañones que no puede cruzar el caudaloso Iratí porque la guerrilla ha destruido un ojo del puente.
En uno de sus intentos llegan hasta mitad del río, pero, al ser atacados, tiran sus fusiles y se alejan de la orilla. Los guerrilleros, guiados por paisanos, cruzan el río por un vado y se hacen con las armas.
Los franceses los ven, y al día siguiente utilizan el vado para cruzar el río y entrar en el pueblo, donde matan a 20 paisanos, violan a las mujeres, saquean casas e iglesia, derraman el vino de las cubas, y en la plaza queman muebles y enseres. Encuentran a un vecino en el fondo de un horno y, cogiéndolo, lo echan a la hoguera y lo achicharran vivo.
El 21 de marzo de 1811, víspera del Domingo de Ramos, Estella queda libre de franceses, y Espoz aprovecha para entrar en la ciudad, destruir las fortificaciones, e incendiar la caserna establecida en el convento de San Francisco. El fuego da buena cuenta del edificio (a lo largo del siglo fue incendiado dos veces más), y reduce a cenizas todo el archivo del Monasterio de Iranzu que los frailes habían traído al ser exclaustrados.
Aún duraban las llamas cuando el Miércoles Santo llega una columna de 4.000 soldados mandados por Reille. Al encontrar el fuerte destruido, abandona la ciudad, y regresa «Mina con su tropa -dice la Relación de Estella- en medio de los vivas y aplausos del pueblo. Se acantonó en él por espacio de mes y medio», tiempo en el que la guerrilla aumenta sus efectivos hasta alcanzar los 4.000 hombres.
Después de 45 días de calma, ante la llegada de los franceses vuelve Espoz a abandonar la ciudad, y los ocupantes se establecen en el convento de las Recoletas, fortificándolo y habilitando una «comunicación al torreón de Santiago, que también se fortificó». A partir de entonces hay momentos en los que los franceses permanecen protegidos en el convento, mientras los guerrilleros se enseñorean de la población.
Dueños de la ciudad, para escarmentar a sus habitantes imponen a los estelleses una desorbitada multa que cobran amenazando con incendiarla dando fuego a la gran cantidad de leña que acumulan en la plaza del Mercado (hoy de los Fueros). Y cuando en el mes de junio exigen al reino de Navarra una fuerte suma que pagaron los pueblos en función de los vecinos que tenían enrolados en la guerrilla, a Estella le correspondió la considerable cifra de 100.000 pesetas.
La colaboración de los estelleses con la guerrilla era tan grande, que Estella fue la única población navarra, excluida Pamplona, en la que los franceses establecieron una Comisaría de Policía, a cuyo cargo estuvo Rafael de Sayas, esbirro de Mendiry.
Policía que se hizo notar: el 27 de septiembre Sayas mandó ahorcar a tres ciudadanos, y a seis más «en efigie» por no haberlos encontrado, confiscando sus bienes y los de sus familiares. Más de un centenar de paisanos (entre ellos 55 mujeres y 22 sacerdotes) pasaron al presidio, y algunos fueron deportados. En noviembre fusilaron a dos vecinos y ahorcaron a tres, labor que se vieron obligados a realizar sus propios compañeros. El 5 de diciembre se fusiló a otros 10 estelleses.
Aquel año las finanzas de Estella también quedaron exhaustas, y los vecinos, arruinados. El Ayuntamiento debía 250.000 pesetas, y para hacer frente a la deuda tuvo que vender varias propiedades (entre ellas, dos de los cuatro mesones que tenía la ciudad), el hilo de oro y plata de los bordados, la plata municipal (unas cadenas que reproducían las ganadas en la batalla de las Navas de Tolosa, y las mazas que acompañaban a la corporación en sus salidas, las cuales pesaban 3 kilos), y la que entregaron las iglesias.
La guerrilla no descansa. El 18 de marzo de 1811 Espoz coge a 70 soldados de la guarnición de Estella que habían salido por raciones. Reille confiesa: «En esta desgraciada accioncilla hemos perdido más gente que la que hemos cogido al enemigo en dos meses de correr tras él».
La guarnición, furiosa, intenta desquitarse, pero cerca de Los Arcos sufre fuertes pérdidas. Reille dice al que la mandaba: «La acción que habéis sostenido sobre Los Arcos ha sido la más afrentosa para las armas francesas».
Emmanuel Martin, historiador de la Gendarmería, dice que Espoz «había logrado escapar de nuestras columnas y penetrar en las zonas de las provincias vecinas, momentáneamente desguarnecidas de tropas, para caer de improviso y con una gran superioridad numérica sobre nuestros puestos y nuestros destacamentos. Estas victorias parciales habían dado seguridad en sí mismos a sus guerrilleros, que se habían convertido en verdaderos soldados, muy entrenados, bien encuadrados y disciplinados. Tanto los mozos como los casados de las ciudades y de los pueblos respondían a su llamamiento y se alistaban para combatir bajo sus órdenes. Por otra parte, este hábil jefe se proponía fanatizar a sus guerrillas con el brillo de ceremonias religiosas y la observancia de preceptos morales: en Pascua él comulga con ostentación y exige que sus soldados hagan otro tanto; prohíbe que las mujeres sigan a sus tropas...».
Hablando de mujeres, el mes de marzo, durante la estancia en Estella de la División de Navarra, Miguel Sádaba mandó emplumar a tres, que desnudas de medio cuerpo, embadurnadas de pez y cubiertas con plumas de gallina, fueron paseadas por la ciudad montadas en asnos (una murió poco después) ¿Eran colaboracionistas, prostitutas? Probablemente, esto último.
John L. Tone cuenta otro hecho similar que atribuye a una partida de el Empecinado: «Una banda guerrillera (...) entró en Villafranca en agosto de 1810 (...). Los guerrilleros capturaron (...) una mujer de la localidad que había cometido el error de casarse con uno de los soldados franceses. La mujer fue desnudada, untada con brea y golpeada mientras era conducida, montada de espalda sobre una mula, por toda la ciudad con un cartel colgado a sus espaldas que decía "Puta de los Franceses". Al día siguiente, fue puesta en una jaula de madera en una plaza de la ciudad, para que asistiera a la muerte de cinco (...) granaderos (...), enterrados vivos en la tierra hasta el cuello, a distancia uno del otro, con sólo la cabeza fuera de la tierra, alineadas como un juego de bolos. Y después, alejándose un tanto, con una gran bola de madera dura en las manos, comenzaron la partida (...). Cuando un jugador tocaba una cabeza era aplaudido por la multitud. Este juego infame continuó hasta que los desdichados franceses dieron su último suspiro y las cabezas se rompieron. La pobre mujer, tras habérsele cortado una de las orejas, fue llevada a Puente la Reina, donde fue clavada a la puerta de la iglesia, desangrándose hasta la muerte».
Por ambas partes se cometieron atrocidades sin cuento, pero la torpeza de los franceses hizo que muchos españoles alimentaran hacia ellos un odio terrible. Lo dijo un guerrillero aragonés: «No tengo casa, no tengo ligámenes. No me queda más que mi país y mi espada. Mi padre fue raptado y fusilado en la plaza mayor de mi pueblo: nuestra casa fue quemada. Mi madre murió de pena; mi mujer, violada por el enemigo, pudo encontrarme y murió en mis brazos (...) Soy demasiado miserable y me siento poseído, asaltado por los deseos de venganza para aguantar cualquier disciplina (...) Pero he jurado no plantar una viña, ni arar un campo, hasta que el enemigo sea arrojado de España».
Espoz fue avisado por el guerrillero Sebastián Fernández de Leceta, alias Dos Pelos, de la próxima salida de Vitoria hacia Francia de un gran convoy, llamado «de los ingleses» por la cantidad de prisioneros británicos que conducía.
El 7 de mayo había salido de Madrid con 100 carruajes llenos de heridos, y 1.053 prisioneros escoltados por 300 granaderos de la Guardia Imperial a los que acompañaba una compañía y 180 soldados de distintos regimientos.
En Riofrío (Segovia) rechazó el ataque de 3.000 guerrilleros de el Empecinado, y en Valladolid se le agregaron unos 50 carruajes de viajeros y de carga, así como el mariscal Massena, duque de Rivoli y príncipe de Essling, considerado el más célebre mariscal del Imperio (Napoleón le llamaba «el niño mimado de la Victoria», y Wellington lo tenía por el más capaz de los mariscales franceses, sólo superado por Napoleón).
A Massena, ya viejo, lo acompañaba su Plana Mayor, llevaba los tesoros que había robado en España, y viajaba con su concubina disfrazada de oficial. Ésta, que era esposa de un capitán de dragones, lo dominaba a su antojo (durante la campaña de Portugal hizo detener una marcha para que las tropas regresaran a por la cotorra que había olvidado), y, como se verá, gracias a sus caprichos le salvó en esta ocasión la vida.
Espoz se dispuso a sorprenderlo en el puerto de Arlabán, entre Álava y Guipúzcoa, donde los franceses habían construido un pequeño blocao y un fortín. A tal efecto reunió su tropa en Estella, salió el 23 de mayo, y llegó al lugar elegido a las cuatro de la madrugada del día 25, fiesta de la Virgen del Puy, coincidiendo en fecha y hora con la salida del convoy de la capital alavesa.
Acompañado de unos 100 gendarmes a caballo que se le incorporaron en Vitoria, la vanguardia del convoy pasó el puerto sin percatarse de la presencia de los guerrilleros, que «emboscados a uno y otro lado del puerto -escribe Espoz- y en el mayor silencio aguardamos a los pasajeros; previne que nadie se moviese hasta que yo diese la señal por un tiro de pistola, y que al oírlo se acometiese según mi táctica, es decir, a la bayoneta, precedida de una descarga cerrada».
Hacia las ocho de la mañana sonó el disparo, y los franceses, aturdidos por el inesperado ataque, la bravura con que fueron acometidos, y dificultado su desplazamiento por los carruajes, tuvieron que luchar ferozmente en una serie de combates aislados.
«Mi caballería -dice Espoz-, entrando a degüello, esparció por todas partes el terror y la muerte, dejando el campo cubierto de cadáveres (...) El fuego duró (...) hasta las tres de la tarde, hora en que, por la fatiga de mis soldados, que se hallaban sin comer ni beber desde las 10 de la mañana del día anterior (...), me pareció del caso retirarme a Zalduendo (...). El campo de batalla presentaba el cuadro más horroroso: no se veían en él sino cabezas y brazos separados de su tronco, muertos y heridos a centenares; muchos caballos en igual estado y bastantes carros hechos pedazos».
Thiers escribe que la guerrilla «se arrojó sobre la columna como un buitre, y se aplicó inmediatamente a libertar a los prisioneros españoles. Después, y con la ayuda de éstos, se dedicó a degollar sin piedad a nuestros heridos y enfermos».
La derrota del enemigo fue total, y todo el convoy, valorado en cuatro millones de reales (contenía tesoros, joyas, obras de arte y dinero), pasó a poder de los guerrilleros, los cuales tuvieron menos de 20 muertos y muy pocos heridos.
Como no era posible conducir tanto vehículo, se dejó que continuaran los ocupados por señoras, y la guerrilla con su botín regresó a Estella dejando el camino sembrado de objetos de valor que dificultaban la marcha y que los ignorantes guerrilleros no sabían valorar.
Massena se salvó por los pelos: no salió con el convoy porque su querida sufrió un vahído al subir al coche, y el viejo mariscal «dejó que partiera sin ellos la expedición, para atender a su adorada compañera». Cuando ya en camino se enteró del desastre, regresó a Vitoria.
Que ocurriera en la ruta a Francia, por la que días antes había pasado el rey José, y en pleno territorio del Ejército del Norte, compuesto por 70.000 hombres al mando del mariscal Bessières, exasperó a los franceses, que impusieron una multa de cuatro millones de reales de vellón a Álava, cinco a Vizcaya, 3.361.600 a Guipúzcoa, y veinte a Navarra. Asimismo, el mariscal publicó un decreto feroz, conminando con terribles castigos a cuantos auxiliasen a las «bandas de insurgentes».
Como represalia, y para celebrar los Sanfermines, 40 voluntarios fueron pasados por las armas en Pamplona. Dos días después, en Olite fueron fusilados ocho padres de voluntarios, y una vez más Navarra se llenó de soldados y generales dispuestos a cazar a Espoz, que durante 34 días sufrió una persecución implacable que le causó 800 bajas.
La captura del valioso convoy y la liberación de cerca de un millar de prisioneros atrajo las miradas de toda España, y la Regencia, con fecha 5 de junio, nombró a Espoz comandante general de infantería y caballería de la División de Navarra, que incorporó al 7º Ejército.
Por entonces, el vecino de Los Arcos José Suescun (falleció en marzo de 1813 durante el asedio de Sos) inventó una máquina de guerra, vago antecedente de la ametralladora, que consistía en asociar el disparo de doce mosquetes. Esa máquina tenía un cierto precedente en Navarra: en 1794, Pascual Rodríguez de Arellano propuso la alineación de fusiles, carabinas y otras armas, sujetos a un arnés, cuyos gatillos estaban unidos por una cuerda que al tirar de ella hacía que todos se disparasen. El invento del de Los Arcos funcionó en Arlabán, y se usó hasta que la guerrilla consiguió artillería.
Ya he hablado de la red de confidentes que Espoz estableció en Navarra, y cuya dirección se reservó. «Las comunicaciones -añade- eran en su mayor parte verbales, por medio de emisarios que se relevaban de trecho en trecho, y el que llegaba al punto en que me encontraba tenía el santo y seña para verme, sin que nadie lo advirtiese ni tuviese conocimiento de su arribo y de nuestra vista más que la persona de mi entera confianza que no se separaba nunca de mi lado. Mediante esta prolija reserva y abundancia de gratificaciones a los andarines me vi en esta parte perfectamente servido».
Esos andarines, también llamados verederos, iban por veredas y alcorces, rara vez utilizaban caminos de herradura o carretiles, y marchaban en línea recta a través de montes y barrancos. Batían todas las marcas de ligereza, y superaban a los caballos porque éstos tenían dificultad para transitar por terrenos montañosos.
Cuando se presentaban al alcalde del lugar, éste elegía al mejor veredero para que llevara el mensaje al siguiente pueblo. De esta manera llegaba con asombrosa rapidez, pues los andarines caminaban igual de día que de noche.
Cuando el mensaje era escrito y en el exterior figuraba la expresión luego, luego, tenía que correr lo más posible, y, cuando se agotaba, podía entregarlo a la primera persona que encontrase en el camino, seguro de que ésta dejaba su trabajo y corría para llevarlo a su destino.
En los días de apuro, cuando los voluntarios andaban perseguidos o dispersos, los montes se llenaban de verederos y confidentes que llevaban mensajes, noticias, o alertaban a los pueblos. Todos ellos eran gratificados según los kilómetros recorridos o la importancia de sus informes.
Cuando la División de Navarra o sus unidades descansaba en una aldea, todos los pueblos próximos establecían servicios de vigilancia en lo alto de los montes y campanarios, y avisaban de la cercanía de tropas enemigas.
Reille intentó organizar una red de espionaje conminando a que las autoridades de los pueblos le comunicasen los movimientos de las guerrillas si no querían verse sometidos a su represalia, y advirtiendo que los pueblos donde ocurriera algún choque entre franceses y brigantes serían sometidos a «una Ejecución Militar». Eufemismo que debía entenderse por saqueo, incendio y fusilamiento.
Encontrándose entre dos fuegos, y amenazados con las mismas penas por franceses y guerrilleros, Espoz permitió que avisaran de su paso o estancia cuando no podía perjudicarle, y evitó los combates y emboscadas dentro de las poblaciones para que el enemigo no se vengara con los civiles.
Pero las dificultades con que se encontraron los franceses eran insuperables, ignorando que muchos de sus fieles confidentes y mensajeros les traicionaban. Y cuando dispusieron de espías fieles, al ser detenidos Espoz les cortaba la oreja derecha o les estampaba en la frente, con un hierro al rojo vivo, las letras V. M. (Viva Mina).
Blaze escribe en sus Memorias: «Cuando a un pobre diablo se le aprisionaban mujer e hijos y se le decía: "Anda, vete; pero mañana tienes que volver y decirme lo que hacen Mina, Longa, El Pastor o cualquier otro, cuántos hombres tienen, dónde están, etc., y, si me engañas, ahorco a tu familia", ¿qué ocurría? Que si el paisano volvía era después de habérselo ido a contar todo a los guerrilleros y después de que éstos le enseñaban la lección o se arreglaban de manera que la verdad de hoy no lo fuera mañana».
En estas circunstancias los gabachos llegaron a no fiarse ni de su sombra, y con frecuencia la salida de convoyes era avisada a los guerrilleros por los carreteros o arrieros encargados de llevarlos, informando de todos los pormenores en cuanto a itinerario, escolta o carga.
Hay que tener en cuenta que los franceses habían establecido un servicio obligatorio y permanente de bagajes, y señalaban a los pueblos próximos al camino real los carros y bueyes que necesitaban. Les pagaban por cada viaje y día de servicio, y los mandaban hasta el interior de España y de Francia. Esos civiles exponían sus vidas tanto o más que los soldados, y tenían que permanecer tumbados cuando los convoyes eran atacados.
Por las buenas o por las malas el guerrillero consiguió que todo el pueblo le auxiliase y negara su ayuda al enemigo. «En esa época -escribe Yanguas y Miranda- todo el país, fuera de las plazas fortificadas por los franceses, estaba bajo el absoluto domino de las guerrillas», hasta el punto de que los franceses, pasmados del poder casi absoluto que ejercía en su tierra, decían que Espoz era el «rey de Navarra».
También lo dice el militar suizo Rocca en sus Memorias: «Los paisanos que, a la fuerza, ayudaban a portear el convoy, unas veces huían, otras retrasaban o anticipaban la marcha, para dar en el lugar (escogido para la emboscada) a la hora precisa».
Y añade refiriéndose al momento en que entró en España: «Nos chocó el aire de curiosidad con que nos miraban los habitantes de Irún, reunidos en gran número a la entrada del pueblo; parecía que mostraban satisfacción por vernos en su país; pero más tarde supe que los de Irún, como todos los españoles de la frontera, llevaban cuenta exacta de los franceses que entraban y salían de la Península, y por sus informes arreglaban sus operaciones los partidarios y las cuadrillas».
«Los franceses -sigue diciendo- no podían sostenerse en España más que por el terror; estaban obligados perpetuamente a castigar al inocente por el culpable, a vengarse del poderoso en el débil. El pillaje había llegado a ser indispensable para subsistir, y todas estas rapacidades y extorsiones, resultado de la enemistad de los pueblos y de la injusticia de la causa por la que se batían los franceses, relajaban la moral de su ejército y minaban en sus más hondos fundamentos la disciplina militar, sin la cual no tienen las tropas regulares fuerza ni poder».
En Logroño había guarnicionero, conocido como Juanito el Sillero, que tenía a su servicio varios agentes. En cierta ocasión una estellesa, que servía como doncella en casa de un general francés, le informó que «oyó que en la habitación contigua el general, con otros de sus subalternos, decían que para tal día Mina (se refiere a Espoz) y su División serían infaliblemente destruidos, y que al efecto salían fuerzas de Vitoria, Pamplona, Tudela y Logroño».
Como Juanito el Sillero no sabía escribir, hizo que le garabateara la información sobre un papel, y se encaminó a Estella para entregarlo en persona. Llegado a la residencia de Espoz, la guardia no le permitió el paso, y, ante su terquedad, recelaron, le quitaron el pliego, y lo encerraron hasta el día siguiente.
Juanito volvió a Logroño sin haber visto a su héroe, pero contento de haber evitado que la División de Navarra sufriera una sorpresa.
Regresado Espoz a Navarra, se enteró de que Pannetier ocupaba la Berrueza, y resolvió atacarle reforzando sus fuerzas con las que Cruchaga tenía en Lumbier.
Éstas, caminando 90 kilómetros en un día con su noche, no llegaron a tiempo, por lo que el francés burló la trampa haciéndose fuerte sobre Piedramillera, donde resistió hasta el oscurecer, y paso a paso, de alto en alto (Piñalba, Monjardín...) alcanzó Estella.
La hazaña de Cruchaga tenía precedentes. En otra ocasión, el mismo jefe, al frente de mil hombres hambrientos y descalzos, anduvo 60 kilómetros en un día.
Y los batallones 1º, 4º y 5º, para acudir a la sorpresa de Arlabán, recorrieron a pie 85 kilómetros en 24 horas (los tratadistas militares consideraban que las tropas no debían caminar más de 25 o 30 kilómetros diarios).
Pocos días después de obligar a Pannetier a refugiarse en la ciudad del Ega, la División de Navarra sufrió en Baigorri (despoblado entre Lerín y Estella) el severo castigo (superior al de Belorado) al que anteriormente me he referido.
Aprovechando la debacle de Baigorri, Reille publicó un nuevo decreto de amnistía, ofreciendo el perdón con amenazas: «Los que se resistan a presentarse, si son aprehendidos con las armas en la mano, serán colgados. Sus parientes serán presos, y sus bienes confiscados. Ellos responderán de todo insulto o maltrato hecho por los brigantes».
Le respondió Espoz con un bando en el que amenazaba con la muerte y confiscación de bienes a quienes se acogiesen al perdón. Reille reaccionó poniendo precio a su cabeza: seis mil duros.
Para anular a Espoz, Reille y Mendiry urdieron un plan que consistía en abrir negociaciones de paz en las que sería neutralizado y apresado. La labor fue encomendada a cuatro mediadores, dos por cada lado, entre los que se encontraba el estellés Joaquín Jerónimo Navarro, diputado por la merindad, rico propietario (hijo del que creó el poblado de Noveleta, al regreso de Fernando VII le confiscaron los bienes por considerarlo afrancesado), hombre popular y prestigioso que ejercía una fuerte influencia sobre el pueblo, y que había ayudado a Espoz en la captura del carnicero de Corella.
Cuando uno de los mediadores escribió al guerrillero aconsejándole acogerse al indulto, respondió mostrando su disposición a abrir negociaciones secretas siempre que fueran avaladas por la Diputación.
Ésta aceptó la mediación, y Joaquín Jerónimo Navarro le envió una afectuosa carta confirmándole las seguridades dadas por la Institución y los franceses.
Paso a paso Espoz va obteniendo lo que pide, pero gana tiempo dando largas al asunto y aumentando sus exigencias. Al final, se citan en el Palacio de Leoz (Valdorba), pero no acude Mendiry, temeroso, con razón, de que el guerrillero quiera apresarle.
Al fallarle la presa, Espoz rompe las negociaciones, secuestra a los negociadores, y amenaza con su muerte si los franceses tratan de liberarlos.
En Pamplona se enteran del apresamiento por la carta que Joaquín Jerónimo Navarro dirige a la Diputación: «Llegué a este pueblo con mis compañeros, pero todos nos hallamos presos (...). Se trata de conducirnos a otro lugar seguro, pero ponen por precio de la seguridad del viaje nuestras vidas (...). Espero que V. S. I. se interese para que no nos persigan en el tránsito, si todavía puedo esperar algún premio del Gobierno, que me ha hecho perder mi libertad y en riesgo que también sea mi vida si no condesciende con lo que llevo expuesto».
Tras aludir a «los tristes días que me quedan en este mundo», suplica a la Diputación que proteja a su familia.
De Leoz los traslada a Sangüesa, y custodiados por Dos Pelos pasan a tierras alavesas. Exige 6.000 duros por la libertad de los presos, y cuatro estelleses son obligados a entregar el dinero en Santa Cruz de Campezo, donde la guerrilla se queda con él «sin soltar los presos, por manera que los comisionados volvieron sin uno ni otros» (ese dinero sirvió para entregar un duro diario a las familias de los apresados en el desastre de Baigorri). Como respuesta, Bessières cargó 4.000 euros al Ayuntamiento de la ciudad, y 2.000 a los cuatro emisarios.
Entre el 8 y el 10 de noviembre, tras permanecer presos casi dos meses, Navarro y sus compañeros se fugaron y hallaron refugio en Vitoria.
El que Espoz no exigiera responsabilidades a Dos Pelos, da a entender que permitió la fuga, y que con el secuestro buscaba justificar la negociación ante su tropa, pues, como dijo Joaquín Jerónimo, si sus voluntarios llegaban a enterarse, «le habrían asesinado».
Habiendo fracasado Bessières en su intento de acabar con la guerrilla, aumenta sus represalias contra la población navarra. El 24 de septiembre, el barón de Maucune fusila en Sangüesa a siete vecinos, y apresa a muchos padres y parientes de voluntarios, a los que conduce a las cárceles de Pamplona, de donde muchos fueron deportados (en Estella, también impuso su terror, como he comentado al hablar del comisario Sayas).
En la capital navarra, cuando Mendiry pregunta a Bernardo Lizoáin, de 74 años, si es padre de dos brigantes, el anciano contesta: «Yo no sé -copio a Iribarren-, ni me importa saber, lo que ustedes los franceses entienden por brigantes. Si brigante, en su lengua, que aborrezco, es sinónimo de ladrón, mis hijos no son brigantes. Pero si usted llama así a los jóvenes navarros que defienden la causa de su patria, yo confieso que tengo dos hijos oficiales sirviendo en la División de Espoz y Mina. Y si ellos son brigantes, yo soy en espíritu el primero y mayor de los brigantes de Navarra. No me importa morir. Lo que siento es ser tan viejo que no pueda estar peleando como mis hijos, y no haber tenido veinte hijos para destinarlos al servicio de la Patria».
El anciano fue fusilado, y su cuerpo, junto con los que corrieron la misma suerte, se colgó de los árboles de los caminos. En represalia, Espoz mandó ahorcar a 18 oficiales franceses, cuyos cuerpos fueron expuestos de igual manera.
Incapaz de coronar con éxito su estrategia, Reille pide el relevo, y el 3 de diciembre le sustituye el general Abbé, que inicia su mandato con el ahorcamiento de todos los presos de Estella (y 20 de Pamplona) como represalia al asesinato de cuatro soldados de la guarnición de la ciudad del Ega. Dos días más tarde ejecuta a once estelleses, sin permitirles despedirse de sus familiares ni recibir los auxilios espirituales, por el único crimen de ser parientes de voluntarios.
La represión se ceba en Navarra, región de España cuyos naturales más sufrieron las consecuencias de la guerra, y donde se les hizo a los franceses la guerra más feroz y obstinada.
El duque de Broglie recuerda lo que vio en la cárcel de Recoletas: «pude contemplar allí, con todo su horror, nuestra ley de sospechosos y nuestra ley de rehenes en plena actividad. Se veían, hacinados y entremezclados en los más horrendos calabozos (...) a los padres, madres, maridos, esposas e hijos de aquellos a quienes apodábamos brigantes (...), y a los contribuyentes que rehusaban someterse a nuestras contribuciones (...). Aquellas pobres gentes lloraban (...) y temblaban por todos sus miembros (...), porque corría el rumor de que los generales franceses no tenían escrúpulo alguno en ahorcarlas de vez en cuando (...) para escarmiento de la población».
Fruto de estas represalias, centenares de mozos se alistaron en la División, nutriendo como nunca sus batallones, y Espoz declaró la guerra a muerte a todos los franceses, comenzando por el propio Napoleón. Declaración que coincidió con la llegada a Pamplona del general en jefe del Ejército del Norte, conde de Dorssene. Militar inepto que basaba su estrategia en la crueldad.
(continuará)
julio 2008