Acercándose la fecha en la que muchas poblaciones van a conmemorar el papel que desempeñaron en su lucha contra los ejércitos de Napoleón, y previendo que Estella va a silenciar el protagonismo que tuvo en el alzamiento de Navarra, he preparado estos cuatro reportajes que a lo largo de los meses iré colgando.
Hablar de la guerrilla en Estella y Tierra Estella es hablar de la guerrilla en Navarra, y, también, de guerrilleros como Javier Mina y Francisco Espoz y Mina, motivo por el que estos reportajes sirven para todo el viejo reino, aunque en ellos ponga el acento en lo que afecta a nuestra merindad, sin olvidar situarlos en la época y en su contexto. Como la labor de nuestras guerrillas y de nuestros héroes apenas fue pintada ni grabada, he tenido que echar mano (más de lo que hubiera deseado) de la abundante pintura inglesa y francesa ejecutada en torno a Napoleón.
Al final citaré las obras que he consultado, pero ante todo quiero destacar el libro "Navarra bajo Napoleón. El caso de Estella", del estellés Juan Erce Eguaras, publicado en 2005, y, sobre todo, de "Espoz y Mina el guerrillero", de José María Iribarren, que tanto empeño puso en dar a conocer nuestra reciente historia. Persona a la que la ciudad de Estella debe rescatar del olvido. Aunque él no pueda conocerlos (murió hace años), quiero que estos reportajes sirvan para expresarle mi particular reconocimiento.
Desde 1805 los ejércitos de Napoleón venían derrotando a cuantas fuerzas se oponían a sus deseos. Sólo Inglaterra desafía su poder, y Bonaparte la somete a un bloqueo en el que participa España enviando a sus 15.000 mejores soldados a Dinamarca para impedir posibles desembarcos ingleses.
Cuando en 1808 aquellas lejanas tropas tienen conocimiento de lo que sucede en su patria, el marqués de la Romana, que las manda, con ayuda inglesa repatría el grueso de su ejército; el resto se perdió en la campaña de Rusia ayudando a Napoleón, y reapareció en 1814 convertido en guardia del zar.
Portugal, aliada de Inglaterra, no participa del bloqueo, por lo que Francia sella con España el Tratado de Fontainebleau, y se dispone a conquistarla para dividirla en tres partes, una de las cuales entregaría a Godoy, valido del rey Carlos IV, al que nombraría Príncipe de los Algarves; las colonias portuguesas se repartirían entre Francia y España, y nuestro rey sería nombrado Emperador de las Américas. Como contrapartida, nuestro país se obligaba a permitir el paso hacia Portugal de 28.000 soldados franceses y a participar en la invasión con una fuerza similar.
El 18 de octubre de 1807, nueve días antes de la firma del tratado, 25.000 franceses al mando de Junot cruzan el Bidasoa (a lo largo de la guerra entran por Irún todas las tropas napoleónicas, a excepción del Cuerpo de Observación de los Pirineos Orientales, que lo hizo por Cataluña, y una pequeña tropa que entró por Roncesvalles), y acompañados de 27.000 españoles invaden Portugal. La familia real portuguesa se instala con sus tesoros en Brasil, circunstancia que fue el desencadenante de la posterior independencia de la colonia lusa.
España, en aquellos momentos, es un país anacrónico, hundido, orgulloso, empobrecido por las guerras, y, en palabras de un alto miembro del Ministerio de Hacienda, con «la agricultura y la industria (...) en una situación desesperada».
De sus once millones de habitantes, 400.000 son nobles, 800.000 jornaleros, 300.000 pequeños y medianos labradores, 507.000 labradores arrendatarios, 276.000 criados, 140.000 vagabundos, 30.000 mendigos, 40.000 funcionarios, 150.000 pertenecen a la Iglesia, y 100.000 son miembros de las Fuerzas Armadas. En conjunto, el 50% de la población rural rinde algún tipo de vasallaje.
El Gobierno está en manos del valido Manuel Godoy, odiado por el pueblo, que debe su poder al entendimiento que tiene con la Reina, de la que es amante.
El país está dividido entre los partidarios del rey Carlos IV (en realidad, de Godoy) y los de su hijo, el futuro Fernando VII. Éste, que conspira para hacerse con el poder, ha solicitado la protección del emperador francés, le ha pedido la mano de un miembro de su familia, y ha intentado derrocar al Rey su padre.
Napoleón encuentra en ese ambiente la ocasión propicia, y, dueño de Portugal, olvida el tratado y se propone entregar la corona hispana a uno de sus hermanos. Para conseguir su objetivo necesita someter España, y a tal efecto, entre noviembre y enero entra en el país el Ejército de Dupont (23.000 infantes y 3.500 caballos), que se establece en Valladolid, y el Ejército de Moncey (22.000 soldados), que se instala entre Vitoria y Burgos.
Entre febrero y mayo entran nuevas tropas que ocupan las plazas fuertes de Pamplona, Barcelona, San Sebastián y Figueras.
Ante estos hechos, la Corte se traslada de Aranjuez a Sevilla para poder partir hacia América.
Los madrileños se inquietan, e instigados por el partido fernandino la noche del 19 de marzo de 1808 asaltan el palacete de Godoy, quién se libra por los pelos de ser linchado. Sus casas son saqueadas, y sus innumerables obras de arte se dispersan por Europa.
Carlos IV, que carece de carácter, es obligado a abdicar en su hijo Fernando VII, y el 24 del mismo mes, al día siguiente de la llegada de Murat y sus tropas a Madrid, entre atronadoras aclamaciones entra en la capital el nuevo rey.
Murat aconseja al rey que salga a recibir a Napoleón a Burgos, y allí marcha Fernando VII el 10 de abril. Al no encontrarlo en la ciudad castellana, sigue hasta Vitoria, donde tampoco está, y, temeroso, se dirige a Bayona, donde se reúne con el resto de la familia real. El Emperador lo recibe fríamente, y le exige la corona española a cambio de la del reino de Etruria.
Tras una débil negativa, Fernando VII devuelve la corona a su padre, que renuncia a ella a favor de Napoleón y éste la entrega a su hermano José, quien tras recibir el juramento de fidelidad de los componentes de la junta española de Bayona es nombrado rey de España con el nombre de José I.
Conocido popularmente como Pepe Botella a pesar de ser abstemio, o como El rey plazuelas por las numerosas plazas que abrió en Madrid (entre ellas, la de Oriente) derribando iglesias y conventos, nunca fue aceptado por los españoles, y formalmente ocupo el trono entre el 6 de julio de 1808 y el 11 de diciembre de 1813.
Objeto de sátiras, en los grabados se le representa con una botella y una baraja, y se le tilda de pepino y Rey de Copas: «Cada cual tiene su suerte, la tuya es de borracho hasta la muerte».
Mientras en la ciudad francesa se producen esos trapicheos, y el capitán general de Madrid ordena a las tropas españolas que se mantengan «quietas y acuarteladas», el alcalde de Móstoles lanza el 2 de mayo una proclama incendiaria. Ese mismo día, como reacción a la salida hacia Francia de los infantes, se amotina el pueblo de Madrid y comienza una guerra que durará seis años.
Los madrileños, armados con palos, navajas, tijeras, y todo aquello que puede pinchar, rajar o golpear, luchan contra tropas aguerridas y disciplinadas que cuentan con las mejores armas del mundo. Muchos lo hacen con espontaneidad y decisión propia; los más, instigados por el partido fernandino.
Las clases acomodadas, por el contrario, «estaban -cuenta Alcalá Galiano- asomadas a sus balcones, pero se retiraron al sonar los primeros tiros». Y Espronceda, en su Oda al 2 de mayo, escribió: «Y vosotros, ¿qué hicisteis entretanto, / los de espíritu flaco y alta cuna? / Derramar como hembras débil llanto / o adular bajamente la fortuna. / Buscar tras la extranjera bayoneta / seguro a vuestras vidas y murallas, / y, siervos viles, a la plebe inquieta / con baja lengua apellidar canalla. / ¡Oh la canalla!: la canalla en tanto / arrojó el grito de venganza y guerra, / y arrebatado en su entusiasmo santo, / quebrantó las cadenas de la tierra».
El 2 de Mayo fue, como diría Antonio Machado, el contraste entre «una España que nace y otra España que bosteza». Y el pueblo, en todo el país, se alzó en armas para salvar la Monarquía, la Religión y la Patria.
«Ni en Cataluña, ni en Aragón, ni en Valencia, ni en Navarra, ni en las provincias Vascongadas -dice Jaime Balmes- se alzó el grito a favor de los antiguos fueros. Independencia, Patria, Religión, Rey, hé aquí los nombres que se vieron escritos en todos los manifiestos, en todas las proclamas, en todo linage de alocuciones; hé aquí los nombres que se invocaron en todas partes con admirable uniformidad. Cuando la monarquía había desaparecido, natural era que se presentasen las antiguas divisiones, si es que en realidad existían; pero nada de eso; jamás se mostró más vivo el sentimiento de nacionalidad, jamás se manifestó más clara la fraternal unidad de todas las provincias. Ni los catalanes vacilaban en acudir al socorro de Aragón, ni los aragoneses en ayudar a Cataluña, y unos y otros se tenían por felices si podían favorecer en algo a sus hermanos de Castilla (...) españoles, y nada más que españoles eran... ».
A pesar de que Napoleón intentó anexionar Cataluña, Aragón y Navarra a Francia ofreciéndoles una gran autonomía, fue en estas regiones donde con más encarnizamiento se luchó contra él. «¡Vivir en cadenas, / cuan triste vivir! / Morir por la Patria / ¡qué bello morir!», se cantaba en 1809. O también, «Franceses, idos a Francia; / dejadnos con nuestra ley, / que en tocante a Dios, al Rey / a nuestra Patria y hogares / todos somos militares / y formamos una grey»
La espoleta que incendió el país fue la reacción del pueblo bajo madrileño y la de los pocos militares que se batieron el cobre en el Parque de Artillería de Monteleón. En él, Navarra estuvo presente de forma indirecta: la familia paterna de Luis Daóiz y Torres procedía de Pamplona, de donde pasó a Andalucía (Daóiz = D´Aóiz = de Aóiz, apellido que tuvo su origen en la población navarra del mismo nombre, y sufrió parecida evolución a los Dávila = de Ávila, Dávalos = de Ávalos, etc.) y emparentó con los condes de Miraflores.
De talla muy corta (1,40 metros), como la mayoría de los españoles de la época, en 1782 ingresó cadete en la Academia de Artillería de Segovia, y ocho años después participó en las campañas africanas. Intervino en la expedición española que contra la Revolución Francesa se introdujo en el Rosellón al mando del general Ricardos, donde fue hecho prisionero.
De regreso a España participó en la defensa de Cádiz contra la flota de Nelson, y con el grado de teniente viajó dos veces a América para defender las colonias de los ataques ingleses, en una de cuyas travesías recibió el nombramiento de capitán.
En 1808 fue destinado al Parque de Artillería de Madrid, e intervino en los hechos que le hicieron famoso (allí también se batió el capitán Rafael Goicoechea y el teniente Jacinto Ruiz de Mendoza, que por sus apellidos tenía que ser de origen vasco-navarro).
Sofocada la rebelión madrileña, la Junta Suprema de Gobierno nombró presidente a Murat, y el Ejército se le sometió.
La alta jerarquía eclesiástica denunció el «horrísono» pecado de insurrección, y el Consejo de la Santa Inquisición manifestó que se «hacen necesaria la vigilancia más activa y esmerada de las autoridades y cuerpos respetables de la nación, para evitar que se repitan iguales excesos y mantener en todos los pueblos la tranquilidad y sosiego que exige su propio interés no menos que el de la Patria».
En consecuencia, el 3 de mayo la España oficial se había entregado a Napoleón.
Los franceses se engañaron al ver la facilidad con que habían sofocado el alzamiento de Madrid, y Murat escribió al Emperador: «La tranquilidad no será ya turbada, todo el mundo está resignado».
Poco antes del inicio de la guerra, el 9 de febrero de 1808 llegan como aliados a Pamplona (entonces con 15.000 habitantes, labradores en su mayoría, y considerada como una de las ciudades más atildadas y coquetas de España) 2.500 soldados (días después aumentaron hasta los 4.000) de Infantería de Línea al mando del general D’Armagnac, nacido en Toulouse, ladrón y «hombre brutal que no poseía otra virtud militar que su valor».
Su llegada no despertó simpatías, pues Navarra odiaba al francés desde que en la guerra contra la Convención (1793-95) los ejércitos revolucionarios invadieron nuestra montaña robando trigo, ganado, y quemando pueblos.
Se aloja la tropa en la ciudad, pero se impide su acceso a la Ciudadela, fortín con fama de inexpugnable, débilmente protegido por 300 soldados catalanes, muchos de ellos inválidos.
Pero la fortaleza cae, sin disparar un tiro ni verter una sola gota de sangre, con una sencilla estratagema que después es utilizada para conquistar la fortaleza de Figueras.
El 16 de febrero, sesenta granaderos disfrazados y con armas bajo el capote, con la excusa de ir por pan se acercaron a la Ciudadela lanzándose bolas de nieve. Con esa añagaza distrajeron a los centinelas, y un grupo que escapaba de los blancos proyectiles alcanzó el puente levadizo y desarmó a los centinelas que embobados contemplaban el juego.
Acto seguido se apoderaron de la armería, que contenía 10.000 rifles, y con el apoyo de dos compañías de granaderos que esperaban el momento se hicieron con la fortaleza. Al día siguiente, estudiantes y religiosos se manifiestan en la ciudad, siendo disueltos por los franceses.
Un mes más tarde, el ingenuo Carlos IV remite a la Diputación de Navarra una Real Cédula: «Sabed que el Ejército de mi caro aliado el Emperador de los Franceses atraviesa mi Reino con ideas de paz y amistad».
Días después del Dos de Mayo, el Virrey todavía apremia a la Diputación navarra para que por todos los medios procurase «que sea inalterable la armonía con las tropas francesas... Que se les sigan franqueando auxilios generosamente...».
Las autoridades navarras, sumisas y contemporizadoras, colaboran con el ocupante, y Pamplona sigue tranquila y en calma.
Pero los pueblos comienzan a alterarse con las noticias que les traen emisarios castellanos y aragoneses del bando fernandino, animándolos e instigándolos a la insurrección después de que la familia real ha sido retenida en Bayona (el exilio de Fernando VII, El Deseado, lo mitifica ente el pueblo ocultando el profundo sentimiento reaccionario que puso de manifiesto cuando a su regreso reimplantó el absolutismo).
Para entonces Estella llevaba tiempo inquieta, y antes del 2 de Mayo en sus calles se habían producido conatos de amotinamiento. Su Ayuntamiento, preocupado, había enviado a Rafael Carrasco en comisión a Bayona para que le mantuviera al corriente de lo que allí sucedía, y para el 25 de abril comienzan a llegar los primeros informes y rumores.
En esa situación de alerta llegan a la ciudad noticias de lo ocurrido en Madrid; de la existencia de Juntas Patrióticas en Asturias (fue la primera: 9 de mayo), Santander...
El Ayuntamiento, asustado, informa a la Diputación que «Esta mañana mui temprano he obserbado bastante bullicio en las Calles causado por la mayor parte de los mozos de mi vecindario que alarmados por las noticias ultimas de Aragón, han querido imitar su exemplo, fijando la escarapela encarnada en los sombreros. Mi alcalde y algunos indibiduos de mi auintamiento han procurado imbestigar el origen y objeto de esta comoción, y su respuesta ha sido manifestar el deseo de defender la Patria, y los derechos del Soberano...»
Los estelleses no aguantan más, y el 1 de junio, al día siguiente de que lo hiciera Zaragoza, y antes que Cartagena, Murcia, Lérida, Gerona, Valencia..., disuelven su Ayuntamiento, eligen una Corporación no colaboracionista, y se levantan en armas contra el francés.
Tras Estella, que es la primera población navarra en alzarse, el día 5 lo hace Tudela (7.500 habitantes), el día 6 Sangüesa (2.500)..., pero en ninguna de estas dos cuaja la rebelión.
En los días siguientes hay en la ciudad una recogida general de armas (bayonetas, lanzas, dagas, navajas, asadores, ganchos de hierro, azadas, sardes, etc.), y los estelleses se colocan la escarapela de color rojo, símbolo de la reacción pro fernandina.
A partir de entonces, y mientras la ciudad no está ocupada, Estella pasa a ser considerada cabeza del Reino de Navarra, y a ejercer como tal. Ante la pasividad de la Diputación, que sólo desea mantener el orden, la primera medida que toma el nuevo Ayuntamiento es lanzar una proclama a todos los pueblos de la merindad para que recojan las armas y formen compañías (las navarradas) de cien hombres.
Estimulados por Estella, Tafalla, Puente la Reina, Viana, Villafranca, Cáseda, Lodosa y Mañeru se levantan, pero pronto las autoridades locales, junto con el clero, sofocan los levantamientos. Otros pueblos se reúnen por comarcas, protestan («¿Quién es Estella para ordenar la guerra? Que nos mande la Diputación») y toman «precauciones para estorbar el que los de Estella nos obliguen ha ir» a la guerra.
La ciudad del Ega queda, sola y aislada, como única ciudad navarra insurrecta. Pero no cede: levanta barricadas en las calles, arma con lo que puede varias compañías, y se dispone a hacer frente al invasor.
El Virrey envía un grupo de alguaciles a Estella con órdenes de apresar a los líderes del levantamiento, pero los estelleses matan a uno y ponen al resto en fuga. La situación se complica, y en vista del cariz que toman los acontecimientos que se producen en España, la ciudad, temiendo represalias, solicita ayuda a Palafox, quien comunica por carta la imposibilidad de enviar auxilio.
La Diputación, entre la espada y la pared, sigue pidiendo calma y sosiego hasta que a mediados de agosto, después del desastre francés en Bailén (19 de julio), y aprovechando la presencia de ejércitos españoles cerca del Ebro, declara la guerra al francés, acuerda sin éxito levantar cuatro batallones (4.800 mozos solteros de entre 17 y 40 años y cuya talla alcanzase cinco pies menos una pulgada, equivalente a algo menos de 1,50 metros), y el 30 de agosto abandona Pamplona instalándose primero en Ágreda (Soria), después en Tarazona (Aragón), en Tudela hasta su ocupación por los franceses el 23 de noviembre, para continuar en Huesca y acabar disolviéndose en abril de 1809 en Arnedo.
Mientras tanto, los invasores exigen a la sociedad navarra gran cantidad de provisiones. Por ejemplo, al Monasterio de la Oliva le requieren que en el plazo de ocho días entregue 3.000 robos de trigo (unos 66.000 kilos), 1.500 de cebada, 75 de legumbres y 3.000 cántaros de vino (unos 36.000 litros).
Cuando a primeros de junio el general Lefèbvre Desnouëtes prepara tropas en Pamplona para ocupar Zaragoza, Palafox lanza una proclama patriótica y Estella se llena de escarapelas rojas. Un sólo grito se oye en sus calles: ¡Abajo los franceses!
El 3 de junio se tiene noticia de la salida de esas tropas, y creyendo los estelleses que se dirigen a la ciudad, movilizan sus 4 compañías, que equipadas con escopetas, espadas, horcas, azadas, etc., y al mando de Antonio Pérez, oficial de Marina retirado, salen a su encuentro tomando posiciones en Lorca. Algo parecido hacen los mozos de Mañeru.
Pero la columna se dirige a Zaragoza, venciendo en Tudela (8 de junio) a 1.500 hombres mandados por el marqués de Lazán, hermano del general Palafox, que tratan de ostaculizar el avance de los franceses sobre la capital maña.
Los de Estella, al conocer que las tropas francesas caminan hacia el Ebro, abandonan sus posiciones y siguen su huella. Avanzan tan rápido que trescientos estelleses (la ciudad tenía entonces 4.700 habitantes), acompañados por el capellán Bernabé Iráizoz y el comisionado Miguel Insauisti, intervienen en la ofensiva de Gallur, donde mueren cuatro (Evaristo Arrarás, Ángel Chasco, Cayetano Miguel y otro cuyo nombre no se conserva), y siguen en su avance para participar en el primer Sitio de Zaragoza.
Cuando los sobrevivientes vuelven a Navarra, muchos de ellos pasan a formar en las guerrillas que en el correr de la guerra asombraron al mundo.
Como dijo Zaratiegui (secretario de Zumalacárregui), «Los anales de la Historia refieren pocos ejemplos que puedan compararse con la guerra que el limitadísimo estado de la Navarra sostuvo contra las huestes de Napoleón».
Y remacha el conde André-François Miot de Mélito: «Un ejército invisible se extendió casi por toda España, como una red de la cual no se escapaba ningún soldado francés que se alejara un momento de su columna o de su guarnición».
Napoleón dijo estando cautivo en Santa Elena: «Esa desgraciada guerra española fue una auténtica tragedia. El origen de todas las desgracias de Francia».
Algunos opinan que la palabra guerrilla (hoy de uso universal) es un invento francés, pero no lo creo. Ellos los llaman despectivamente brigantes (bandidos), y es en Navarra donde esta palabra la aplican por primera vez. En mi opinión, tampoco la utilizó la guerrilla (generalmente usaba el nombre de partida), deseosa, como estaba, de que sus fuerzas fueran reconocidas como parte del ejército regular.
Rustow la define como «conjunto de operaciones destinadas a obtener resultados secundarios, llevadas a cabo con fuerzas reducidas relativamente a las del ejército, que tienen la misión principal de ganar la guerra, actuando en la retaguardia del ejército».
No es muy correcta esa definición. Lo que distingue a la guerrilla española es su beligerancia universal; su carácter de guerra permanente realizada a todos los niveles para conseguir la destrucción moral del enemigo, su agotamiento y desesperación. En España los franceses se enfrentaron a un enemigo letal y escurridizo que les apartaba de su objetivo: la aniquilación del ejército hispano-inglés.
Como dijo Basil Liddel Hart, «La inmensa mayoría de las pérdidas sufridas por las fuerzas francesas, y más aún por su moral, fueron debidas a las operaciones de las guerrillas».
El general frances Auguste Bigarre cifra en 180.000 los franceses que fueron muertos por la guerrilla, frente a los 50.000 que les hicieron los ejércitos regulares.
Y en cuanto a su transcendencia, Moliner Prada dice que «El éxito de la guerrilla en España sirvió de ejemplo a otros pueblos europeos en la lucha antinapoleónica, como se demuestra en las campañas de Rusia y Prusia en los años 1812 y l813. Al mismo tiempo, la guerrilla española representa, desde el punto de vista militar, el origen de las modernas guerras revolucionarias, cambiando las estructuras de la guerra, que hasta entonces solo la hacían los ejércitos, y los pueblos la sostenían. La praxis guerrillera introduce, como afirma Clausevitz, el concepto de guerra total y de nación en armas».
Tras la derrota de Bailén, el Ejército francés abandona el primer Sitio de Zaragoza, y Navarra, infectada de franceses y ocupada por las divisiones de Grand-Jean, de Marlon, y de Leval, es una de las provincias que más sufre.
El 4 de noviembre, para vengar la derrota entra Napoleón al frente de 180.000 hombres, arrolla en cuantas batallas participa (Gamonal, Espinosa de los Monteros, Tudela, Somosierra...), y su ejército pone nuevo sitio a Zaragoza.
Pero la guerrilla ya estaba activa. La primera se atribuye a Andrés Galdúroz, párroco de Valcarlos, primero en echarse al monte capitaneando un grupo de unos cuarenta voluntarios que más adelante se incorporaron a la División de Navarra.
Le sigue Andrés Eguaguirre, de Mendigorría, quien comisionado de Palafox, y vistos los antecedentes de la ciudad del Ega, recorre Tierra Estella ordenado el alistamiento de los mozos de 16 a 40 años. Instala su oficina de reclutamiento en el Almudí estellés, y con las 400 personas que se apuntan crea los Escopeteros Voluntarios Móviles de Navarra.
En señal de independencia coloca una bandera encarnada en la Cruz de los Castillos, y establece su cuartel general en el encinar de Baigorri.
En agosto ataca Estella una división francesa, que rechazada tiene que retirarse a Puente la Reina. Regresa reforzada al día siguiente, y las fuerzas que defienden la ciudad se refugian en los alrededores de la ermita de Santiago de Lóquiz, junto a la que pasaba el camino que conducía a Álava por Contrasta (aún no se había abierto el camino de Lizarraga).
El 9 de septiembre Estella sufre otra ofensiva, y durante cinco años es escenario principal de la guerra.
Mientras tanto, Eguaguirre, tiránico y cerril, soez y blasfemo, lujurioso y borracho, requisando y robando, castigando a sus soldados con crueldad, y sin condiciones guerreras ni cualidades de jefe, se hace odioso.
El 24 de octubre de 1810 utilizaron la misma táctica los vizcaínos Longa y Abecia en las peñas de Orduña, y en el paso de Illarrazu (Navarra) la partida de Saldías se apoderó de un convoy sorprendiéndolo con una lluvia de peñascos lanzados desde el monte.
Al capitular Zaragoza el 21 de febrero de 1809, entre los prisioneros que deportaban a Francia estaban dos hijos del importante ganadero roncalés Pedro Vicente Gambra (suya era la casi toda la ganadería ovina del valle), los cuales fueron liberados en Caparroso.
Junto a ellos alcanzó la libertad el general vizcaíno Renovales y otros oficiales, que conducidos al Roncal (los habitantes del valle tenían experiencia militar por su participación en la guerra de la Convención) organizaron y dirigieron la primera fuerza que causó daños de importancia a los franceses infringiéndoles las derrotas de Santa Bárbara (22 de mayo de 1809) y del puerto de Iso (16 de junio del mismo año), y en la se fogueó Gregorio Cruchaga, del que luego hablaré.
Acabada la guerra, Renovales delató y vendió a sus correligionarios liberales que en el Nuevo Mundo luchaban contra el absolutismo fernandino. Le valió de poco: encerrado en las mazmorras del castillo de la Cabaña en La Habana (Cuba), fue ahorcado y su cabeza se exhibió como trofeo o advertencia.
Durante el último trimestre de 1809 Navarra se llenó de pequeñas partidas que a los pueblos exigían raciones, robaban armas, caballos, dinero y alhajas. Se apoderaban de los diezmos, y requisaban la plata de las iglesias: cruces parroquiales, bandejas, vinajeras, incensarios y demás son fundidas y vendidas. Son robos amparados por una consigna de la Junta Central para incrementar los fondos de guerra y sustraer esas riquezas a la rapacidad de los franceses.
En Estella, el presbítero Hermenegildo Garcés de los Fayos, al frente de la denominada partida de la Santa Cruzada, requisó todos los mosquetes y armas de fuego de la armería de la ciudad, y toda la plata de iglesias y conventos. Lo propio hizo con la plata de las iglesias de Oteiza de la Solana y Dicastillo, localidades próximas a Estella.
Pueblos a los que en nuestra merindad hay que añadir Los Arcos, Legaria, Sartaguda, Azagra, Cárcar, Mañeru, Etayo, Marañón y Nazar, por lo que causa asombro que después de tantas guerras nuestras iglesias conserven plata.
En ocasiones, las guerrillas sueltan a los presos y los incorporan a la partida; en más de un caso, se llevan hombres a la fuerza y secuestran a cuantos pastores y mozos encuentran en el monte o lejos de los pueblos. Al no tratarse de guerrillas numerosas, los pueblos las llaman «partidas de malhechores, de salteadores y de brigantes».
Jefes de partidas hubo muchísimos. Pero los guerrilleros navarros más famosos fueron Javier Mina Larrea y su tío Francisco Espoz (y Mina) e Ilundáin (a partir de ahora lo llamaré Espoz para diferenciarlo de su sobrino Javier Mina).
Espoz, nacido (17 de junio de 1781) en la aldea de Idócin, a la muerte de su padre (1796) layó la escasa tierra familiar (dos parejas de esas layas regaló su viuda al Museo de Artillería de Madrid y a la Diputación de Navarra) y vendió aves, huevos y corderos en el mercado de Pamplona. En la capital navarra fue mozo de comercio, pero él mismo se considera «agricultor iletrado».
Era más bien chaparro, fornido, con gran fuerza muscular, de expresión avispada y simpática. Tenía ojos azules y penetrantes, nariz respingona, frente alta, mandíbula enérgica, y pelo rubio que le caía en melena hasta los hombros. Él mismo nos dice que «su color y traza le asemejaba a los suizos», y cuando estuvo en Inglaterra decían que «parecía un inglés». En sus ojos brillaba la malicia y la sagacidad, y tenía una voz de tono alto y aflautada. Valiente y obstinado, ambicioso y astuto, duro y a veces cruel. Asustero en sus costumbres, impone en la guerrilla una disciplina más estricta que en el ejército regular, e imparte una justicia rápida e inflexible. Listísimo, de gran talento natural, aunque casi iletrado, domina el vascuence y se expresa mal en castellano.
En el tiempo que media entre los dos Sitios de Zaragoza sirve de mozo de cuadra (palafrenero) al general francés Rostolland. Enfrentado a un gabacho que insulta a su madre, lo mata y corre a alistarse en el batallón de voluntarios de Doyle destinado en Jaca, en el que había unos ochocientos navarros.
Cuando la ciudadela de Jaca cae, aprovechando los trámites de la capitulación se descuelga por la muralla junto con otros navarros, y vuelve a su tierra para incorporarse a la guerrilla de su sobrino Martín Javier Mina Larrea, ocho años menor que él, y conocido por la historia como Javier Mina, Mina el Mozo o Mina el Estudiante.
Javier Mina, nacido en la aldea de Otano, estudiaba para cura en Zaragoza cuando cayó Godoy. Participó en el alzamiento de la capital aragonesa, y, tras apoyar el nombramiento de Palafox como capitán general de Aragón, vuelto a su tierra conspiró a las órdenes del coronel Juan Carlos de Aréizaga, participó en la batalla de Alcañíz, y en las proximidades de Estella organizó el Corso Terrestre de Navarra (la palabra corso pertenece a la marina, y corso era Napoleón, al que muchos llamaban Gran Corso) para aglutinar las muchas partidas independientes e indisciplinadas que sometían a los pueblos a constantes violencias y robos.
El 7 de agosto de 1809 Mina se echa al campo con doce hombres, y cinco días más tarde apresa en el Carrascal a diez artilleros franceses. A finales de mes se le incorpora alguna guerrilla, roba a los franceses 60 mulas en Puente la Reina, y se apodera en Estella (los franceses la habían abandonado a finales de julio) de una importante cantidad de paños fabricados por la industria local, con los que viste a sus hombres.
El Corso Terrestre de Navarra, de sorpresa en sorpresa, continúa absorbiendo guerrillas e incorpora desertores alemanes, polacos e italianos. Los franceses ponen precio a su cabeza.
Gracias a Casimiro Javier de Miguel e Irujo (Oteiza de la Solana 04-III-1768- Cervera de Pisuerga 05-XII-1812), que en el pueblo de Ujué, del que es prior, ha establecido una central de espionaje que diariamente recibe informes de la tertulia pamplonesa del general D'Agoult, de Bayona, de París, y de otras muchas partes, Mina conoce con antelación los propósitos de sus enemigos y los movimientos de sus columnas, lo que le permite atacar por sorpresa y evitar sustos.
Avisados los franceses de su presencia en Estella, envían fuerzas que están a punto de apresarlo. Se salva gracias al posadero Hilario Martija, quien lo esconde en su casa, y disfrazado con ropas de paisano abandona al día siguiente la ciudad. El posadero es detenido y llevado preso a Pamplona, iniciando la triste nómina de secuestrados, apresados y rehenes estelleses que durante muchos años son moneda corriente.
Ordenan la confiscación de los bienes de Mina, pero la ciudad los oculta, dándose el caso del vecino Carlos Aranaz, que salva el caballo subiéndolo al piso alto de su casa.
D'Agoult reacciona enviando otra columna para apoyar al juez de policía José de Echeverría, quien reúne a las autoridades y les expone los cargos que pesan sobre la población. No puede acabar su trabajo porque la columna es requerida para una acción urgente en las proximidades de Los Arcos, donde es atacada, regresando a Pamplona con el cadáver de Echeverría.
El Ayuntamiento de Estella, al que se le hace responsable del comportamiento de la población, está en situación comprometida, por lo que al finalizar 1809 envía a Molina de Aragón a Apolinar Odériz con la imposible misión de conseguir el compromiso de que la guerrilla abandone los alrededores de la ciudad, convertidos en teatro de sus operaciones.
Una vez que Mina sale de Estella, se reúne con sus soldados, refugiados en la venta de Urbasa, y parte para Viana, de donde se dirige a Tiermas, en Aragón, participando en la defensa de su puente. De vuelta a Navarra, cerca de Sangüesa ataca una columna.
Dos días después se apodera de un cargamento en Caparroso, y dos semanas más tarde ataca a 800 infantes en Los Arcos, los cuales, dejando las hogueras encendidas, escapan de noche hacia Estella.
Al poco tiempo entra en Tudela (después de Pamplona era la mayor guarnición francesa en Navarra) junto con otras partidas, se apodera de lo que tienen los franceses, y saquea la ciudad llevándose «atropelladamente el dinero, la plata labrada y las alhajas en sacos, fundas de almohada, ponches y alforjas. Otros, en pañuelos, mantas, sombreros, zacutos, bolsillos... en las manos y aún en el seno». Fue una mancha en la trayectoria de Mina, pero hasta la llegada de Espoz eran hechos que sucedían con frecuencia.
Se retiran a Corella, riñen por el botín, y Mina vuelve a Los Arcos, donde descansa quince días, crea el Primero de Voluntarios de Navarra, y sus hombres juran la bandera que les ha regalado la Junta Central.
Acosado por 10.000 franceses al mando del general Arizpe, regresa a Estella dando un rodeo, y cuando se dirige a la sierra de Izco es alcanzado al vadear el Arga, retirándose a Mendigorría. Después se refugia en Roncal, donde pertrecha a sus tropas con uniformes y armas que ocultos en el «carro de los muertos» saca de Pamplona el sepulturero y confidente Miguel Iriarte, alias Malacría.
A los pocos días vuelve a Estella perseguido por el general Sant Simón, que saquea más de 300 casas e impone a la población una multa de 40.000 duros. Tras la protesta del consistorio, rebaja la multa a la décima parte una vez obtenido el compromiso del Ayuntamiento de entregarle una lista con el nombre de los voluntarios.
En junio de 1809, una columna acude a limpiar Tierra Estella de guerrillas, teniendo que replegarse sin éxito hacia Pamplona. Recibe refuerzos, y persiguiendo a Mina entra en Estella, donde las mujeres la acosan arrojando agua hirviendo desde ventanas y balcones.
Toda Navarra se llena de columnas y guarniciones. Hallándose en Dicastillo, Mina tiene que dispersar sus fuerzas para que encuentren refugio en las montañas. Él mismo, ocultándose de majada en majada, estuvo a punto de ser cogido junto con su escolta.
En los primeros días de marzo entran en Navarra los primeros escuadrones de la temible Gendarmería Imperial, al mando del general Buquet, estableciéndose en Pamplona, Olite, Tiebas, Caparroso, Valtierra (todas estas en la ruta Pamplona-Tudela), Urroz, Sangüesa, Estella y Lodosa. Son tropas escogidas, integradas por veteranos de tres campañas, que hacen gala de heroísmo y disciplina, y acabarán cogiéndole el 29 de marzo de 1810.
Acosado por tres columnas Mina vuelve a dispersar a su gente, y hallándose en Labiano en casa de su amigo Munárriz con una compañía de infantes y 20 jinetes al mando de Espoz, se confía a su suerte, y a pesar de ser avisado de la proximidad de sus perseguidores, se demora, sale tarde del pueblo, y en un bosquecillo cae del caballo al ser herido en su brazo inquierdo por un sablazo que le da un gendarme de apellido Michel.
Apresado, es interrogado en Pamplona por el general Reynaud, ayudante de Dufour, quien lo amenaza («Será ahorcado, hecho cuartos, y expuesto en los caminos públicos») y le obliga a escirbir una carta a sus guerrilleros en la que les pide que se entreguen bajo la promesa de se indultados.
El general Suchet, desde Zaragoza, impide su ahorcamiento y lo envía a Bayona, donde es nuevamente interrogado y el médico que lo atiende propone la amputación del brazo, a lo que Mina se opone.
Enviado a París, durante cuatro años permanece preso hasta su liberación el 16 de abril de 1814. Durante su primer año de reclusión estuvo encerrado en una celda circular de ocho pies de diámetro de uno de los torreones que flanquean el donjón de la prisión de Vincennes, amueblada con «un catre de correas, una estufa, una mesa, una silla, un arca, una cubeta y una palangana», donde apenas podía moverse y estaba totalmente incomunicado (no se le permitió recibir ni enviar correspondencia). Después, trasladado a otra estancia más amplia de la misma torre, concidió con un general francés, padrino de Víctor Hugo, quién le aficionó a los clásicos y le inició en la táctica y la estrategia, que perfeccionó en la biblioteca del castillo estudiando matemáticas y el arte de la guerra.
Cuando regresa después de la guerra, para apartarlo de España lo nombran comandante general de la fuerzas militares de la Corona en México, nombramiento que rechaza. Intenta junto con su tío Espoz apoderarse de la ciudadela de Pamplona (sobre este hecho trataré en el último reportaje de esta serie), no lo consiguen, y tienen que exiliarse. En Inglaterra forma la primera Brigada Internacional de la Historia, y parte en defensa de la libertad y la independencia de un México que vivía la segunda rebelión independentista de Morelos.
Allí, nombrado comandante en jefe de las tropas del Congreso Mexicano, combatió a las fuerzas españolas durante seis meses, hasta que sorprendido en la madrugada del 27 de octubre de 1817 en el rancho de Venadito, fue apresado por un dragón, y dándose a conocer fue fusilado por traidor el 11 de noviembre en el Cerro del Bellaco (Pénjamo, Guanajuato). De rodillas, con una venda en los ojos, maniatado y de espaldas, pidió a los soldados que no le hicieran sufrir, y casi todos dispararon a la cabeza. La mayor parte atravesaron el hueso occipital y salieron por las mandíbulas, y un tiro le traspasó desde la espalda al pecho, según testimonio del médico Manuel falcón, cirujano primero del regimiento Americano.
Según William Davis Robinson, contemporáneo suyo e historiador de su aventura americana, tenía 28 años, media 1,70, y «aunque no corpulento, era bien formado (...) Tenía grandes prendas morales y valor personal en grado eminente (...) Era en extremo frugal y no le hacían impresión alguna las más duras privaciones. Su cama se componía, por lo común, de la capa y la silla de su caballo. Aún en la mayor intemperie y pudiendo tener alojamientos cómodos, pasaba la noche en el campo con sus soldados. Era afable, generoso, sencillo, humano y moderado, y unía a todas las dotes del militar los modales del hombre civilizado».
Hoy día sus huesos reposan al pie de la Columna de la Independencia, en Ciudad de México, y la nación azteca le rinde honores considerándole uno de sus héroes.
(Continuará)
mayo de 2008