El texto en redonda es una copia, sin añadidos ni mutilaciones, del primer capítulo del librito "Estella y los Carlistas. Defensas del fuerte de Estella y Consideraciones sobre la guerra civil en Navarra", escrito por uno de los pocos liberales estelleses de la época, y publicado bajo el seudónimo de Cesáreo Montoya. En la obra se describe la caída de Estella en manos del ejército carlista, y junto a fuertes descalificaciones hacia los partidarios de Carlos VII se aprecia un profundo resentimiento para con los errores e incompetencia de un ejército liberal que no supo defender la ciudad.
En la parte que ahora transcribo se hace una buena descripción del medio físico en el que se encuentra enclavada Estella, y de su relación con la comarca que la rodea: Tierra Estella. Salvando la distancia que nos separa de aquél año, es la mejor descripción que he leído de la ciudad del Ega, y por eso la utilizo para presentarla a los navegantes.
Como el autor de la obrita era hombre de letras y no distinguía bien las clases de rocas, yerra al designar el material del que están hechas las montañas. Así, habla del macizo calcáreo de Arieta o Santa Bárbara, el cual está formado por la gran mole de yeso que forma el diapiro de Estella; dice que las rocas de San Andrés, Los Castillos, el Morro y Peñaguda son granito, cuando son calcáreas; y se refiere al granítico Montejurra, cuando la montaña está formada por conglomerados. Es la única corrección que me permito hacer al texto. Respecto del contenido político o ideológico, que yo no comparto, dejo que cada cual utilice sus propios filtros correctores.
La Estella que sufrió y gozó Cesáreo Montoya fue muy parecida a la ciudad que se ve en esta panorámica tomada hacia 1910 desde el lugar en el que estuvo situado el castillo, en el cual se emplazó una de las baterías que batieron el fuerte.
A la izquierda podemos ver la montaña de Arieta (o Santa Bárbara), y las fértiles huertas de Los Llanos ceñidas por el meandro del río Ega. En las huertas, entre cultivos de planta y hortaliza, vemos a la izquierda los conventos de San Benito y de Santa Clara (en éste último se colocó otra de las baterías), y abajo, a la derecha, donde quiebra el río, el edificio (actual Ayuntamiento) que se levanto sobre las ruinas del convento de San Francisco, utilizado como fuerte desde La Francesada hasta la Tercera Guerra Carlista.
En el centro de la fotografía, sobre la ciudad, y en medio de la ladera, la basílica de Ntra. Sra. del Puy, patrona de Estella. Siguiendo la ladera, en el horizonte se recorta la mole calcárea de Peñaguda, y, más a la derecha, el punto más alto de las montañas que cierran el paisaje es el monte de San Millán, atalaya desde la cual Cesáreo Montoya describe la comarca.
Como puede observarse, todo el término municipal estaba cultivado, desde el río a la cima de los montes, con bancales (tablados y altares, en la terminología local) de viñedos y olivares apoyados sobre paredes de piedra seca. La única excepción, la montaña de Arieta, mole de yeso sobre el que sólo se cría de forma natural el tomillo y la ollaga.
Hecha esta larga introducción, doy paso a la descripción de Cesáreo Montoya:
A la vertiente meridional de la gran cadena de montañas que se extiende desde la llanada de Álava a la Cuenca de Pamplona y forma el corazón de la provincia de Navarra, el terreno, ruda y caprichosamente accidentado en disminución progresiva hacia las llanuras de la Ribera, ofrece un áspero conjunto de montes y hondonadas, bosques umbríos, peladas rocas y angostos desfiladeros por donde serpentean el Améscoa y el Berrueza, que al reunir sus bulliciosas corrientes forman el ya bastante caudaloso Ega.
Para acompañar al autor en su descripción, alcanzaremos la cima de San Millán, antaño ocupada por una ermita y uno de los fuertes que defendían Estella, utilizando el sendero de cabras que parte cerca de este solitario olivo, y aprovechando la excursión para tomar las fotografías de éste reportaje.
En el centro de ésta comarca, a siete leguas de Pamplona y otras tantas de Logroño, a una legua de la Sierra y dos de la tierra llana, hay un ameno vallecito tan profundo que apenas goza de horizonte; tan reducido que pueden cruzarse los fuegos de fusilería de todas las alturas que lo ciñen, y pintoresco cuanto puede serlo un paisaje de Suiza.
Para ello tendremos que caminar entre chaparros, subir fuertes pendientes, y trepar las calcáreas rocas.
Su figura es semicircular; forman el diámetro en dirección de N. O. a S. E. las alturas del Puy, San Millán y San Lorenzo, cubiertas de viñas y olivares, y trazan el arco las peladas colinas de Santa Bárbara y Arieta y los peñascos graníticos de San Andrés y Los Castillos. Por el N. O. penetra el Ega en la hondonada, la fertiliza y convierte en jardín florido, y acariciando mansamente y en extensa curva el pie de las colinas y rocas que forman el semicírculo, cual si quisiera detenerse todo lo posible en tan ameno sitio, se despide por el Oriente, no sin dar antes vida a buena porción de fábricas y molinos.
Pero no todo el sendero es hostil: para compensar el esfuerzo de la subida, la naturaleza nos ofrece bellas flores...
En este delicioso valle, al pie de las alturas que trazan su diámetro y en la misma dirección, está situada la histórica Estella. Entre la población y la curva del Ega, se extiende un precioso llano rodeado en sus bordes de olmos gigantescos y redondas acacias; ocupan su centro dos Conventos de Religiosas y huertas fertilísimas, y a la parte del Mediodía, cerca del río y del casco de la ciudad, levanta su agrietada mole el ex Convento de San Francisco, informe edificio dedicado antes de la actual guerra civil a escuelas, liceo, capilla municipal y otras mil atenciones heterogéneas.
...que a veces surgen en los lugares más inesperados.
El más populoso barrio de la Ciudad tiene su asiento a la margen izquierda del río, quedando a la derecha, como empotradas en las rocas, las antiquísimas parroquias de San Pedro de la Rúa y del Sepulcro, conjunto de viejos palacios, inmensas casas solariegas y ruinas de templos y fortalezas que atestiguan la pasada grandeza de este barrio, primer núcleo y asiento de la población. El origen de Estella se remonta a los primeros tiempos de la reconquista, y para demostrar la grande importancia que alcanzó en los siglos medios, basta consignar que la espantosa matanza de judíos en ella acaecida el año 1329, influyó notoriamente en el comercio europeo por la enorme cantidad de riquezas y numerario que produjo el expolio de las victimas y salió a la pública circulación. Fue residencia de grandes reyes, asiento favorito de nuestras Cortes venerandas, y fue con sus macizos muros e inexpugnables fortalezas, baluarte firmísimo del antiguo reino de Navarra.
En la subida, es normal encontrar un vecino, un caminante, un amigo....
Hoy no queda ni la sombra de tanta grandeza y poderío. El terreno en que se alzaba la rica Judería, está cubierto de frondosas viñas y alegres olivares de cuyas cercas forman parte los mutilados restos de las Sinagogas; los peñascos de San Andrés, Los Castillos y el Morro, antes vestidos y coronados de recios muros, atrevidas almenas y gruesos torreones como altivos señores de la ciudad a sus pies tendida, sufren desnudos el embate de las aguas y los vientos que adelgazan sus cumbres y limpian sus costados de la tierra vegetal; la parroquia del Sepulcro responde a su triste nombre; en la de San Pedro, con ruinas de palacios se compone alguna vivienda humilde y cuarteada; el extenso barrio de la margen izquierda también ofrece, aunque no en tan subida escala, visibles muestras de decadencia, y de los cuatro puentes de piedra que todavía a principios de este siglo unían ambas orillas del Ega, resta el del Azucarero, solitario y mutilado, cual melancólico testimonio de las vandálicas luchas que nos desgarran y de la triste suerte que en ellas cupo a la desventurada Estella.
...o el rastro de aquellos que combatieron el frío mientras esperaban el paso de palomas peregrinas.
Lo que se conserva intacto, al parecer, y siempre bello en aquel rincón tan castigado por el furor de las pasiones políticas, es lo que debe a la potente y pródiga naturaleza. Su pintoresca situación en un antro misterioso; las claras ondas del Ega besando al interior los muros de aquella deliciosa cárcel; el arbolado secular sombreando la corriente y sus orillas; las floridas huertas surcadas de arroyuelos bullidores; las colinas del Puy quebrando la marcha del riguroso cierzo y vertiendo riqueza y alegría con el eterno verdor de sus olivos; al frente, y formando rudísimo contraste, la escueta cordillera de Santa Bárbara, tajada verticalmente y amenazando ruina por socavar el río su caliza base; las cenicientas y aisladas rocas del Mediodía rompiendo con rígida silueta el purísimo azul del firmamento y ocultando sus bases graníticas en el verde manto de las viñas que cubren las laderas; los conos oscuros o plateados de los gigantescos álamos que bordan los caminos y la espesa capa de amorosa hiedra con que los siglos van cubriendo las majestuosas ruinas, son riquezas vertidas por omnipotente mano y que la débil del hombre no puede destruir aunque centuplique su fuerza la rabia de la pasión.
Pero antes de alcanzar la cima, volvamos la vista sobre la ciudad y contemplemos las nuevas construcciónes que ocupan la parte más ancha de su estrecho valle. En primer plano, hoy como ayer, la basílica de Ntra. Sra. del Puy preside el diario trajinar ciudadano. Ciñendo los edificios, la montaña de Arieta, o Santa Bárbara. Al fondo, en el centro, Monjardín, con los restos de un castillo que data de cuando los árabes llegaron a la Península, y a la derecha, la sierra de Codés señala el límite de Tierra Estella con Álava y La Rioja, y cuya prolongación como vertiente meridional de la Sierra de Cantabria acogió a la parte de la Merindad de Estella (La Guardia, La Bastida, San Vicente de la Sonsierra, etc.) que el siglo XV fue incorporada a Castilla.
La ciudad, ya hemos dicho que carece de horizonte, pero de las alturas que la ciñen, en especial de la cumbre de San Millán, la más dominante, se descubre un panorama grandioso, que sería encantador si no recordara mil escenas de luto, lágrimas y sangre.
Mirando hacia el Norte, en primer plano vemos lo que queda del buzón de la cima de San Millán. En el centro, sobre el horizonte, la peña Azanza, avanzada meridional de la sierra de Urbasa. A su izquierda, oculto por las escalonadas peñas de San Fausto, la garganta del río Urederra que nos conduce al corazón de las Améscoas y a la sierra. A la derecha, el barranco de Iranzu y, más a la derecha, la sierra de Andía.
Al Norte, la vista queda absorta ante una línea sombría, tirada de Oriente a Poniente, inmensa muralla que cierra bruscamente el horizonte en una extensión de más de doce leguas. Apenas ofrece ondulaciones en la cima, y su monotonía geométrica es interrumpida en el centro por una profundísima canal y algunos enormes dientes de pardo peñasco, cual si un ejército de Titanes hubiera abierto brecha en la cortina de una fortaleza colosal. Aquella muralla es la Sierra, el rudo corazón de Navarra; aquel canal es la entrada de los temibles desfiladeros que dirigen a las Améscoas, ásperos valles en los que cada árbol y cada peña representan la sepultura de un español.
En el Noreste, en primer plano, entre chaparros, flores de estepa. Al fondo, cerrando los valles de Yerri y Guesálaz, las sierras de Andía, Sarvil, y el valle de Goñi con su imponente Artesa. Cerrando el horizonte por la derecha, los montes de Salinas de Oro y Guirguillano.
En la vertiente de la Sierra, a la derecha del espectador, se extienden los valles de Yerri y Guesálaz, limitados al Oriente por los montes de Salinas y Guirguillano y sembrados de pueblecillos tendidos unos en extensa planicie, colgados otros de los flancos de las montañas.
Al otro lado del horizonte, mirando hacia el Oeste, en primer plano el extrarradio estellés de Zaldu y Valdelobos. El segundo plano lo forman los valles de Santesteban, Ega y Berrueza, y al fondo, a la derecha, la sierra de Codés.
A la izquierda, las risueñas llanuras de los valles de Allín, Ega y Berrueza, salpicadas de copudos nogales, se insinúan suavemente entre collados cubiertos de encinas; más lejos, azulados por la distancia, levantan sus moles formidables los montes de Asarta y Genevilla, y en lontananza, envueltas en neblina, parece se transparentan las sierras de Codés y La Población, en los confines de Álava.
Hacia el Noroeste, la sierra de Lóquiz cierra el horizonte. Delante de ella, ciñendo el valle de Allín, Velástegui a la izquierda, y las escalonadas peñas de San Fausto a la derecha.
De frente al espectador hasta la próxima Sierra, una línea quebrada e irregular separa el valle de Allín del de Yerri; fórmanla colinas caprichosas, hondos barrancos, enhiestas cúspides, y derraman un tinte poético y sombría sobre toda ella las gigantescas peñas de San Fausto, parecidas a mandíbulas abiertas de un monstruo colosal. Sirven de muro y casi de bóveda al angostísimo desfiladero en que fue aplastada por los peñascos o precipitada en la próxima corriente del Améscoa la brigada de Carandolet.
Una vista del Este: la cola del embalse de Alloz sirve de alfombra a los pueblos del valle de Guesálaz. Al fondo, los montes de Salinas y Guirguillano-Cirauqui.
A corta distancia, ya en los estribos de la Sierra, los dos citados valles que comunican con el puerto de Erául, donde el coronel Navarro cayó prisionero envuelto en la gloria de un desastre, y descendiendo a la derecha se descubre Abárzuza, nido favorito de las facciones nacientes, Andéraz, alegre palacio convertido en mísero hospital, y Arizala, teatro en que corrió la primera sangre de hermanos en la actual contienda, peleando bravamente los cazadores de las Navas y la allegadiza muchedumbre de Carasa.
Al Sur, la cruz de Peñaguda, en primer término, abre sus brazos sobre Estella y Ayegui. La inmensa fábrica del monasterio benedictino de Irache se ve arriba a la derecha, rodeada de campos y a los pies de Montejurra, cuyo soldado, capricho rocoso, nos contempla.
Volviendo la vista al Mediodía y salvando la ciudad y su estrecho cinturón de rocas, aparece una poética llanura en cuyo centro se alza la severa mole del monasterio de Irache, cercado de frondosa huerta y bosquecillos poblados de palomas que anidan en la esbelta torre del convento. Hoy las amorosas aves apagarán sus arrullos al sentir los ayes de centenares de heridos que gimen en aquellos claustros antes solitarios.
Otra vista de Montejurra, la montaña sagrada del carlismo, y uno de los hitos del paisaje estellés. En la foto, los edificios de Estella y Ayegui forman un continuo al pie del Camino de Santiago.
A cortísima distancia se eleva bruscamente el majestuoso Monte-Jurra. Altivo, aislado, de severas líneas observándolo del Norte, parece un gigante que mira amenazador hacia las fértiles llanuras de la Ribera; un centinela avanzando del ejército de montañas que en apretadas falanges forman las grandes Sierras. Este centinela colosal defiende con su robusta diestra el valle de Santesteban, rodea el de la Solana con su izquierda antes de hundirla en el Ega, guarda en su oscuro seno la villa de Arellano, a sus pies Allo, Arróniz y Dicastillo, Estella a su espalda, y esconde en las nubes con frecuencia su negra cabeza de granito cual si quisieran huir la vista del cuadro de lágrimas y sangre que representan sus contornos.
En el Suroeste, a la derecha de Montejurra vemos el cono de Monjardín.
A la derecha destaca suavemente el gracioso cono de Monjardín, apenas truncado por las ruinas de un fortísimo castillo que fue secular guarida de los árabes y padrastro de la cristiandad, y más a la derecha cierran la vista los pelados altos de San Gregorio, que van a perderse en los estribos de la sierra de Codés.
Al fondo, La Solana se extiende por las vertientes este y sur de Montejurra. Las manchas forestales que se aprecian al fondo a la izquierda corresponden a Baigorri, y en el centro, apenas perceptible, sobre una roca se sitúa Lerín, "la llave de la Ribera".
Si el observador mira al S. O., puede explayar sus ojos por espléndidas llanuras que recuerdan nuestras provincias meridionales; llanuras regadas por el Ega, surcadas por áridas colinas que parecen puestas de intento para gozar la ventaja del contraste y que van a morir al Ebro, cuya cuenca y dirección aparece indicada por una cinta de blanquísima bruma. En el centro de la llanura, al extremo Sur del bosque de Baigorri y tres leguas equidistante del Ebro y del Monte-Jurra, distínguese sobre una roca batida por el Ega la villa de Lerín, llave de la Ribera de Navarra.
Dirigiendo la vista hacia el Sureste, Villatuerta y Arandigoyen en primer plano. A la derecha, en segundo plano, Oteiza, y a la izquierda, recostado sobre un cono poblado de pinos que lame el río Arga, Larraga.
Al Oriente, aparece la fértil vega de Noveleta y collados de Oteiza en primer término; más a la izquierda Cirauqui trae a la memoria una escena de caníbales, el monte de Santa Bárbara de Mañeru lava en el Arga sus costados sanguinolentos; Mendigorría recuerda una gloriosísima victoria, la cordillera del Perdón una espantosa derrota, y cierran el cuadro por esa parte la Higa de Monreal y montes del Carrascal, también preñados de tristísimas memorias.
Otra mirada hacia el Oeste: el paisaje está salpicado de pueblecitos de los valles de Yerri y Guesalaz cuyos nombres (Lacar, Lorca, Arizala, Abárzuza, Eraul...) van unidos a la gesta carlista. Al fondo las sierras de Alaiz y de la Valdorba, pobladas de eólicos.
Nota: Para finalizar este reportaje doy la pluma a Delfín Irujo, quién en su memoria de fin de carrera como Ingeniero Agrícola, describe así la ciudad de la segunda década de siglo XX:
"Estella es una ciudad de siete mil habitantes: no es agrícola. Habitada por profesionales, comerciantes, industriales y banqueros, es el caso de un poblado de cuarenta mil (personas) diseminado en un radio de diez a veinte kilómetros a la redonda de Estella: esa comarca, verdadera zona agraria de la urbe, vive en las calles y oficinas su vida industrial, mercantil y de relación. Estella es el mercado de sus productos, almacén de sus primeras materias, abonos y maquinaria, domicilio de los bancos que operan y emplazamiento de los centros de relación, esparcimiento y vida..."
Junio de 2005